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Charles Manson nació en 1934. Crédito: Getty Images.

Cultura popular

¿Qué será de nosotros sin Charles Manson?

“No puede ser que haya sido un día triste por el hecho de que haya muerto un hombre que se tatuó una esvástica en el entrecejo y que fue responsable por la muerte de un puñado de personas”. Sobre Charles Manson, la cultura de masas y 'Natural Born Killers'.

Samuel Baena Carrillo
23 de noviembre de 2017

“Se murió Charles Manson”. ¿Y qué? –me pregunto mientras despierto al primer café y leo titulares–. Me horrorizo mientras veo en redes sociales un par de fotos del difunto, acompañadas por sendos queenpazdescanse, como si acabara de morir una estrella de rock, y me espanto con una frase en particular: “¿Qué será de nosotros sin Charles Manson?” No puede ser que sea un día triste por el hecho de que haya muerto un hombre que se tatuó una esvástica en el entrecejo y que fue responsable por la muerte de un puñado de personas. Con todo, si bien ninguna muerte debería producirnos felicidad, algunas nos alegran íntimamente porque creemos que su acaecimiento implica que el mundo es un lugar mejor, o acaso menos peor. Y sin embargo, tampoco en ese sentido es un día feliz: después de todo, Manson ni siquiera es particularmente memorable por aquello que lo hizo famoso, es decir, matar gente. De hecho, Manson no mató a nadie, al menos no en el sentido material del término, y estuvo encerrado en una celda una parte importante de su vida.

No disponemos de información precisa sobre la infancia de Charles Manson, en buena medida porque casi todos los datos que tenemos fueron suministrados por él mismo y resultan contradictorios entre sí. Lo que sí parece cierto es que no fue una infancia feliz, lo cual explicaría en parte la vida criminal a la que estuvo acostumbrado desde joven. A finales de los años ’60, tras dos encarcelamientos y en pleno auge de la contracultura norteamericana y de la revolución cultural, Manson  dio origen a La familia, un grupo con todas las características de un culto y de una comuna hippie, en el que desempeñaba el papel de gurú. La familia fue responsable del asesinato de cinco personas en la casa de Roman Polanski, quien años después sumaría a su fama como director la de abusador, y del asesinato de otras dos personas. Ninguno de esos homicidios, que como cualquier asesinato fueron sin duda atroces y que escandalizaron a la sociedad de entonces, fue perpetrado por la mano de Manson. En nuestro medio, su papel sería asimilable al de un autor mediato o al de un determinador de la conducta punible. Y entonces ¿por qué la fama?

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Charles Manson fue y es famoso porque el público norteamericano, y por ende buena parte del público occidental que consume cultura yanqui, le asignó el rol de famoso. O mejor, su fama se debe a que la cultura de los mass media inventó su fama y el público se lo creyó. Puede que su notoriedad encuentre explicación en su cercanía al mundo del espectáculo: no solo estaba ya relacionado con los círculos del rock sino que además los homicidios afectaban a una familia que ya era relevante para el showbiz.

A todo ello habría que sumar dos variables importantes: en primer lugar, el hecho de que Manson creyera leer en las letras de los Beatles mensajes que profetizaban una guerra racial y de que quisiera precipitarla, bastó para que uno de sus seguidores escribiera en un muro de la residencia Tate/LaBianca ‘Helter Skelter’, título de una de las mejores composiciones de Paul McCartney. En segundo término, las características de La familia hacían muy fácil que un público norteamericano educado en el marco de una moral bíblica y ya lo suficientemente angustiado por el advenimiento de nuevas ideas, como la libertad sexual y la expansión de la consciencia mediante las drogas, proyectara sobre el grupo sus miedos más profundos, asimilándolo a alguna clase de secta satánica empeñada en subvertir el orden público y las buenas costumbres, un miedo que ya rondaba la paranoia yanqui de entonces: no debe olvidarse que años atrás el también infame Anton LaVey fundó en San Francisco la Iglesia de Satanás, una iniciativa más atea que realmente satánica cuya utilización de simbología ocultista colaboró poco o nada en la difusión de su verdadero mensaje, a saber, un ateísmo frívolo percudido por darwinismo social e inspirado en Ayn Rand y en una –otra- lectura ingenua de Nietzsche.

Todos esos ingredientes bastarían para vender una serie de televisión en nuestros días, y fueron más que suficientes para que la sociedad norteamericana inventara a su gran delincuente. Todo el episodio recuerda cuán arbitraria realmente es la fama, cuán azarosos son los mecanismos con que se obtiene prestigio y desprestigio en nuestro mundo, casi como en aquella Lotería en Babilonia imaginada por Borges:

“Ya iniciado en los misterios de Bel todo hombre libre automáticamente participaba en los sorteos sagrados, que se efectuaban en los laberintos del dios cada sesenta noches y que determinaban su destino hasta el otro ejercicio. Las consecuencias eran incalculables. Una jugada feliz podía motivar su elevación al concilio de magos o la prisión de un enemigo (notorio o íntimo) o el encontrar, en la pacífica tiniebla del cuarto, la mujer que empieza a inquietarnos o que no esperábamos rever; una jugada adversa: la mutilación, la variada infamia, la muerte”.

Y es que resulta tan inexplicable la enorme notoriedad de Charles Manson como la fama de personajes como Paris Hilton o las Kardashian: gente que es famosa porque es famosa porque es famosa. Aunque quizá en el primer caso se ha hecho aquí omisión de un detalle importante del fenómeno: la serie de entrevistas incendiarias que Manson concedió a la prensa tras su condena a cadena perpetua y que revelan una mente profundamente perturbada y confundida, mucho menos inteligente de cuanto se le atribuye, pero sin duda alguna persuasiva. Cuando se ven sus entrevistas, se tiene la impresión de asistir a un espectáculo macabro, casi a un reality show: un individuo enfermo es marginado por una sociedad incapaz de ayudarle, el individuo responde con actos de violencia, y la sociedad responde con la violencia última de la que es capaz, condenar a muerte o encerrar de por vida. Años después, esa misma sociedad se postra en un diván frente al televisor, para deleitarse y estremecerse con la última entrevista del gran villano, justo antes de la telenovela de las nueve.

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Es una impresión de la que Oliver Stone supo dar cuenta en Natural Born Killers: toda sociedad debe inventar a sus héroes y a sus monstruos, lo que inquieta del caso Manson es que las calidades de héroe y monstruo parecen coincidir y combinarse, en un juego grotesco del mundo al revés en el que idolatramos a quien precisamente deberíamos temer. Recuerdo entonces la astucia de Brian Hugh Warner, quien optó por el nombre artístico de Marilyn Manson, precisamente para señalar cómo en Estados Unidos la figura del villano, en este caso Charles Manson, es tan digna de admiración y de respeto como la del héroe, heroína en este caso, Marilyn Monroe.

¿En Estados Unidos? ¿Y qué hay de Colombia? Nuestro país, en el que existen series como El capo, en el que Rafael Uribe Noguera ocupa los titulares de prensa para ser olvidado y reemplazado al cabo de un mes por otra monstruosidad, y en el que sí existen héroes, pero no son tan visibles como los villanos, merecería un capítulo aparte. Entre Estados Unidos y Colombia hay, sin embargo, algo en común: en ambos depositamos toda nuestra culpa, todo nuestro fracaso como sociedad, en los nombres de unas pocas mentes enfermas. Nos liberamos, descargamos el peso de ser sociedades esencialmente enfermas, y nos admiramos frente a esos espejos turbios que inventamos. Pienso en una frase de Derrida: “[e]l estremecimiento de admiración popular ante el ‘gran delincuente‘ se dirige al individuo que lleva en él, como en los tiempos primitivos, los estigmas del legislador o del profeta”. En efecto, ¿qué será de nosotros sin Charles Manson?