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Capítulo del libro Lunes Amargo

29 de julio de 2002

RECOSTÉ EL FUSIL a la pared del refugio y traté de salir en silencio, mientras espantaba el miedo pensando en la abuela Amelia, dedicada a tejer una manta para mí, y en mamá Ruth, siempre con su cuento del silencio, el equilibrio y el ritmo.

Apenas me moví apareció el sargento Tierradentro, sudoroso y con los ojos bien despiertos. Atento a lo que se nos venía encima:

-¿Para dónde va Agustín? -me preguntó-. Esta noche nos va a llover candela y usted deja el fierro ahí tirado. Cuántas veces tengo que decirles que el arma de un soldado es como la mujer de uno, no hay que separarse de ella por más rabias que le traiga.

-Discúlpeme mi sargento, voy al baño y regreso -le respondí-. Si usted supiera que desde que tengo fusil ando separado de Ester, la pelada que más quiero en este mundo -dije tripas adentro. Recogí el arma, crucé frente al sargento y los otros soldados, y salí a la zanja que conducía al interior del cuartel.

Sentí sobre la cara el soplo del viento, caía la lluvia triste de un lunes de abril y el canto de las chicharras no paraba. Era un ruido mamoncísimo. Palpé una vez más el bolsillo de la camisa y ahí estaba la carta de mamá Ruth, esperándome, dispuesta para cuando la quisiera leer. Pero por puro agüero no la iba a abrir, sólo lo haría cuando pasara el tropel.

Agustín escuchó, en medio de la oscuridad, el chorro caliente que golpeó la pared de baldosas blancas, cubiertas de vaporosas manchas amarillas. Sintió un zancudo, con su cabeza de dos antenas, su cuerpo de cilindro y sus patas estiradas y ligeras, que zumbaba a su alrededor, suspendido sobre sus alas transparentes. Venía de una frustrada ronda por el dormitorio donde se alineaban dos filas de literas vacías. De la pared, junto a las cabeceras de los colchones, colgaban diversas fotos de las novias, las madres y las familias de los jóvenes soldados. Imágenes sin movimiento pero con existencia, rostros congelados que tenían respiración propia, momentos pasados que regresaban, alegrías y miserias olvidadas que resucitaban. Amores intensos y enfermos estaban ahí, en blanco y negro, en amarillo, azul y rojo.

A espaldas del cuartel estaban las primeras casas de San Francisco de los Colorados, el villorrio habitado por dos mil ciento cincuenta y seis campesinos. Se trataba de viviendas de una o dos plantas. Unas levantadas en tabla, otras en ladrillo. De fachadas blancas, techos de zinc y puertas de madera. Casas que eran para ellos abrigo, solaz y futuro; y frío, desasosiego y pasado. Todas tenían las luces apagadas y sofocadas estaban también las farolas de las dos calles del pueblo. Era una aldea a oscuras, como una peña de fantasmas que habita en las tinieblas inciertas de la noche.

Me moví con sigilo en la penumbra del baño y pensé de nuevo en la abuela Amelia, con las agujas zapateando debajo de sus dedos inflamados y con sus ojos cerrados porque ya lo había visto todo. En Ruth, mi madre, sentada en posición de flor de loto, meditando solitaria en la iglesia a la hora en que no había misa. La escuché repetir sus tres palabras insignia. Las que, decía ella, gobiernan una vida útil: silencio, equilibrio y ritmo. También se me cruzó la estampa de Ester, camino al Liceo, vestida de colegiala, con su falda escocesa, el suéter rojo y sus medias en los tobillos. Qué bella era Ester, una pelada por la que daría lo que fuera. Pensé en ellas y también en mi hermana Alejandra. Todas estaban muy lejos, en los extramuros de la ciudad enclavada en los páramos.

La única que estaba cerca de mí era Isabel, mi noviecita en San Francisco de los Colorados, la encargada de alegrar mi existencia en este pueblo olvidado hasta de mi Dios. Isabel, mi compañía en los domingos solitarios, parcerita de los ratos libres, amor sin condiciones, muchachita firme, regalo de la vida, remedio para sobrellevar la ausencia de Ester.

Agustín juntó a las cinco mujeres por edades y por afectos, en tres grupos, en tres categorías: la abuela Amelia y Ruth, su madre, conformaban el primero. Isabel y Ester, sus amores, el segundo, y Alejandra, su hermana, el tercero. Pero se dio cuenta de que la clasificación era arbitraria, sin sentido ni razón de ser. Comprendió que ninguno de esos afectos era el mismo. Cada uno tenía su particular identidad, su lugar y su hora, su sabor y su lenguaje. Aún así, los rostros se le fueron entrelazando hasta volverse uno. Agustín no sabía si era la abuela que rejuvenecía, Ester que envejecía o Ruth que parecía huir del paso del tiempo; no lograba descifrar si Alejandra era Isabel o Isabel era Alejandra. Las veía a las cinco como si fueran una misma y única mujer, un solo espíritu y una sola carne.

Tengo miedo abuela, tengo miedo Ester, para qué lo voy a negar. Si se viene el baile que sea rápido para que se me espante el susto y estas manos dejen de moverse. Llevamos ya como seis horas atrincherados, esperando, y a mí la espera me acelera la paranoia. No sé cómo va a terminar este rollo, pero quiero que empiece de una.

Afuera del cuartel, los árboles bebían el agua de sus raíces amamantadas por la tierra húmeda; sus hojas estaban empapadas de gotas que esperaban los escarceos del sol ausente para disolverse, consumidas dentro de su propio ser. Colibríes y saltarines cantaban sin ganas, los armadillos se resguardaban en sus madrigueras y a la distancia rugían todopoderosas las aguas del río El Dorado.

Adentro, en el dormitorio, reposaba, olvidado en la pared del costado norte, un pizarrón verde, desteñido y en desuso. El cuartel giraba alrededor del patio sembrado en sus orillas de orquídeas, pomarrosas y jazmines. En el centro había un tablero de baloncesto, levantado apenas un metro y medio del suelo, con sus maderos desprendidos y el aro doblegado. En una de las esquinas se alzaba la imagen de cera de la virgen de la Laguna. Tenía cara de doncella mestiza y de sus dedos colgaba una camándula. Cerca de allí, en otro cuarto, como abandonados, se veían dos bultos de arroz, uno de yuca y uno de maíz.

Agustín regresó, se metió en el refugio y se puso en posición de combate, con el cañón de su Galil 7-62 sobre la rejilla y la culata recostada en su hombro. Se cacheteó el cuello, espantando el zancudo que lo seguía. E1 temblor de las manos, de momento, desapareció. Tocó una vez más el bolsillo de su camisa: ahí estaba la última carta de su madre. Le había llegado en el paquebote de esa mañana de lunes y él no la quiso destapar, se prometió que sólo la vería después del ataque. Observó a Belarmino, el Zambo, que llevaba cuatro años en el Ejército y era el encargado de manejar la M-60, una ametralladora de tubo largo, capaz de disparar decenas de cartuchos por minuto.

Cuando alcé el fusil, Belarmino me miró, diciéndome con los ojos que contara con él. Tenía la ametralladora montada, apuntando a todo el frente izquierdo.

-Ay muertecita nuestra, tan cerca que te sentimos en la víspera de un tropel -dijo como si cantara. Tomó el escapulario en el que guardaba las tres fotos de sus hijos y les dio un beso.

Cuando él habla de ellos, sus ojos le brillan.

-¿Está preocupado por sus hijos, Belarmino? -le pregunté.

-Sí. Ellos y el Ejército son mi vida hermano.

-¿Y no le da temor ir a morirse en esta guerra y dejarlos solos?

-No pela´o, si a mí me tumban yo sé que al principio les pegará, pero eso se les pasa. Les tocará defenderse como sea.

-A mí me parece muy tenaz que de un minuto a otro uno no vuelva a ver a su gente. Y la verdad, hermano, a mí sí me da miedo morirme. ¿Cómo será estar metido entre un ataúd, bajo la tierra? Después del entierro todo el mundo se marcha, llega la oscuridad y uno ahí, íngrimo solo, sepultado en un hueco. Qué susto tan bravo, Belarmino.

-Que va pela'o, uno ya muerto es igualito a cuando uno no había nacido: uno no siente nada.

-Si se nos van a meter, deben andar cerca -dijo mi sargento que otra vez apareció inquieto, despierto, concentrado en lo que se nos venía encima. Tierradentro se movía por entre la zanja y los tres refugios como una culebra, sin que nos diéramos cuenta. Era un duro mi sargento. Venía de un pueblo de los Andes, tenía muchos combates encima, nunca abandonaba a sus soldados y peleaba hombro a hombro. Una vez en un combate aguas abajo de El Dorado, lo hirieron. De allí lo alzaron en el helicóptero y los médicos que lo operaron dijeron que había una bala que no se le podía sacar, porque de pronto moría. Desde entonces la tropa lo llama pecho'ebala. Todos lo queremos. Aunque a veces, cuando no hay zafarrancho, le da por montársela a uno.

-Agustín, con este balde pase toda el agua de la caneca llena a la caneca desocupada y cuando termine hace lo mismo pero al revés -me ordenaba cuando estábamos resguardados en la brigada en Pueblo Grande. A mí me daba mucha piedra y él lo notaba.

-Tranquilo Agustín ?decía-. A la hora de la hora, eso es lo que hacemos toda la vida.

-Cuando ataquen los bandoleros de Efraín, vamos con todo muchachos, a defendernos y a defender la Patria nos repitió el sargento-. 5010 tiros cazados, a la fija, donde se mueva el bulto o de donde venga el fogonazo, como enseñaba el jefe Preston. Ustedes no saben quién era el jefe Preston, ¿no es cierto?, pues un día de estos les cuento quién era él y dónde lo conocí. Pilas Belarmino con la M-60 -le advirtió al Zambo, que volteó a mirar a Tierradentro, cerró el puño izquierdo y lo movió varias veces.

Todos los catorce soldados teníamos ya un lugar asignado. Dos estaban en un primer anillo de seguridad a unos trescientos metros del cuartel y los otros, de a cuatro, en los tres refugios que habíamos construido, cubriendo el frente y los dos flancos. Cada uno debía cuidar su perímetro de entre quince y veinte metros. desde hacía varios días sabíamos que las guerrillas de Efraín pensaban caernos, sabíamos también que rondaban por el pueblo haciendo inteligencia, confundidos con los campesinos.

A diario mi sargento ponía a Radiolo, así le decíamos al lanza que manejaba las comunicaciones, a que llamara a la brigada en Pueblo Grande. Radialo era un paisita muy buena gente, venía de los cafetales y preparaba los mejores frijoles de todo el batallón. Mi sargento hablaba primero con un mayor y después con un coronel, les explicaba que nos iban a atacar, que apenas éramos catorce hombres y él, que necesitábamos refuerzos.

Mi coronel le decía que estaban reparando los helicópteros, que ya mi general, el comandante de la brigada, había firmado la solicitud de los repuestos. Que tan pronto los arreglaran, si hacía buen tiempo, enviarían los refuerzos y más munición. Mi coronel le daba ánimo a mi sargento y le decía que él y mi general estaban con nosotros. Que peleáramos con todo.

Esa tarde, después de una última comunicación con el batallón, mi sargento dio la orden de reunir a todos los campesinos en la plaza, a la sombra del samán. Nos llevó a tres soldados con él y a los otros los dejó ahí en los refugios, les dijo que tenían que estar muy atentos.

-Estamos llamando a todos los habitantes de San Francisco de los Colorados para que hagan presencia ya mismo en la plaza principal, que mi sargento Tierradentro les quiere hablar -fue lo que el propio Agustín dijo tres veces a través del megáfono, trepado en el samán, que se extendía imponente con sus ramales de hojas como un rosario de brazos abiertos.

De las casas fueron saliendo las mujeres, con sus hijos a cuestas. Ellas sin sus críos no tenían aliento, ni camino, ni razones. Y ellos sin sus madres tampoco tenían respiro, ni sendero, ni motivos. Detrás venían los hombres que a esa hora regresaban de las parcelas. Traían las vasijas de la comida vacías, los porongos del guarapo secos y los pies cansados.

-Una buena cantidad de bandoleros, de los que dicen que los defienden a ustedes van atacar el pueblo esta noche. Por ahí supe que les han venido a preguntar sobre nosotros -dijo Tierradentro, con su voz amplificada y soberana, gracias al efecto del megáfono-. Mucho cuidado con andar de deslenguados. Antes de que empiece la verbena todos deben resguardarse en sus casas y trancar las puertas y ventanas -les advirtió el sargento de rostro moreno, metido dentro de un cuerpo grueso y duro, como un tronco.

Nadie dijo una palabra y Tierradentro, de mal humor, no habló más y se marchó con sus hombres. Agustín se devolvió y se acercó a una adolescente radiante, de la que recién se había despedido. Ella, otra vez, se le prendió del cuello y lo llenó de besos antes de dejarlo ir detrás de sus compañeros.

-Isabel me tengo que ir ya -le decía él-. Mi sargento se va a enverracar.

-Ya va mi amor, ya va, otro besito y no más -le insistía ella.

Los campesinos se dirigieron a sus viviendas. Una mujer muy joven entró a su rancho, revolvió su menaje y salió a tomar la trocha que conducía al embarcadero, donde operaba la flota de planchones y pequeñas embarcaciones dedicadas al transporte río abajo, por caseríos, aldeas y pueblos. Cargaba en una mano un talego con unos corotos y en la otra llevaba de cabestro a un chivo que la seguía como si fuera un perro remiso; detrás iban tres niños con su ropa guardada entre bolsas plásticas negras. Más atrás, salida de otra estancia, caminaba una anciana con sus avíos puestos en una palangana que sostenía en la cabeza y con dos pequeños agarrados de su mano izquierda. "Nos vamos de este purgatorio, aunque el infierno sea nuestro próximo destino", dijo ella como si hablara sola, consigo misma, con su propio silencio. Mientras avanzaban, sus cuerpos se desvanecían perdidos en el horizonte hasta convertirse en unas sombras escasas. Parecían un efímero corro de sábanas de polvo extraviadas en los recodos de la selva.

Al anochecer, Tierradentro se mostró más inquieto. Varias veces le preguntó a Radiolo qué oía por el escáner. Quería saber si había interferido alguna comunicación de los muchachos de Efraín.

-Nada mi sargento, parece que se hubieran embutido dentro de la tierra. No volvieron a hablar.

Tierradentro llamó al Orejón Rodríguez, otro soldado que también venía de los Andes y le dio instrucciones. El Orejón se agachó, puso el oído izquierdo sobre el suelo mojado durante dos minutos y luego habló en sigilo con su jefe. El sargento envió al propio Orejón a que hablara con los dos soldados que había apostado, conformando el primer anillo de seguridad. Debían redoblar su atención y tan pronto sintieran movimientos del enemigo, correr por un sendero que sólo ellos conocían, a dar aviso al cuartel. Dígales que no pueden descuidarse un segundo, fue la advertencia de Tierradentro.

-Tal vez están a unos dos o tres kilómetros -nos dijo entonces mi sargento-. Si vienen tan despacio es porque traen armamento por montones -nos advirtió-. Pilas todos. Pilas Agustín, pilas Radiolo, pilas Belarmino con la M-60, que aquí ya huele a pólvora. Nos van a tratar de sorprender esta noche. Los del primer anillo de seguridad darán la alerta definitiva.

Yo tenía el frío metido en los huesos y sentía de nuevo el temblor en las manos. Pero por momentos me tranquilizaba la idea de tener la carta de mi mamá Ruth en el bolsillo. Era como una especie de salvoconducto, creía que el hecho de no leerla me protegería durante el ataque. Mientras ponía el ojo en la mira del fusil, volví a recordar a Ester. Era una pelada muy linda. La vi, antes del brusco giro que de la noche a la mañana dio mi vida, moviéndose en el liceo Mariscal Sucre: por los salones, por el patio, por el laboratorio. Con esa falda escocesa arriba de la rodilla, el cabello suelto y su paso seguro, de quien sabe para dónde va.

Yo soy su compañero de curso. Estamos en noveno y la verdad es que ella me gusta mucho. Como le gusta a casi todos los pelados del Liceo, incluido Ezequiel Aristizábal, el profesor de historia universal y prefecto de disciplina del Liceo, que ya no es un pelado. Aristizábal es un mula leche que acostumbra pasarnos al tablero a recitar lo que hemos leído para reclamar por cualquier equivocación.

-Qué bruto es usted ¿no? ¿Acaso no recuerda que Julio César nació el 12 de julio del año cien antes de Cristo? ¿Tampoco sabe que Nerón contempló el incendio de Roma mientras tocaba la lira? -nos reclama Aristizábal.

Cuando me llega el turno de pasar al tablero, le cambio los temas para moverle el piso.

-Julio César, profesor Aristizábal, fue uno de los héroes de la guerra de Troya y Nerón, un pescador que se convirtió al cristianismo- le digo yo.

-Joven Agustín, usted es un zángano y un cretino que no sirve sino para el baile y para el fútbol. Se me sale ya de la clase -me grita furioso.

A él no le gusta el fútbol que jugamos en el potrero, ni la rumba de los sábados por la tarde, en el salón comunal. El fútbol y el baile sirven para lo mismo, dice Aristizábal, para acabar zapatos y aprender a pensar con los pies. Pero qué va, nosotros gozamos de lo lindo pegándole al balón y rumbeando.

Así son, como relata Agustín, los sábados de ese pasado inmediato, que forman parte de un presente que se acaba de ir, que se marchó hace apenas unos días, unos pocos meses. Mañanas de fútbol: corriendo, pelechando, pensando en colectivo. Partidos intensos donde está en juego el honor de la calle, del Liceo, del barrio. Y tardes de fiesta en el salón comunal de la ciudadela Córdoba, fundada años atrás por la abuela Amelia y miles de campesinos más. En esas rumbas de vértigo, un enjambre de muchachos descubre el mundo y sus bondades, en los ojos, los labios, las caderas, los cuerpos embrujados de las peladas, mientras bailan al son de la salsa y el vallenato, envueltos en un delicioso frenesí, indiferentes a la existencia del tiempo, las distancias y los compromisos.