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El nuevo presidente de México, Felipe Calderón, se posesionó este viernes en una tumultuosa ceremonia. | Foto: Fotos: AP

DESDE CIUDAD DE MÉXICO

La calma chicha

Crónica de la directora de la revista ‘Plan B’ que fue testigo de excepción de la toma de posesión del presidente de México, Felipe Calderón.

Rocío Arias Hofman, Ciudad de México
1 de diciembre de 2006

“Yo mañana viernes no abro mi negocio porque esto se puede poner muy feo”, advertía el jueves 30 de noviembre Lucy León, dueña de un almacén de huipiles y artesanías carísimas en pleno corazón de Polanco, el refinado barrio de la capital de México.

Las elecciones presidenciales de México han tenido en vilo no sólo al país entero de Porfirio Díaz, Juárez, Pancho Villa, Cantinflas y Diego Rivera, sino al resto del continente. El guiño incipiente que Hugo Chávez hiciera en su momento al candidato López Obrador (Amlo) del PRD disparó las alertas latinoamericanas. ¿Otro Evo, al estilo de Lula da Silva, parecido a las ganas ecuatorianas de Rafael Correa, con el caballero de la triste figura de Fidel Castro de fondo? Se preguntaban unos y otros.

Analistas y profanos en materia política han tenido mucho de qué hablar por meses. Pero se llegó el día, la jornada crucial para el México del siglo XXI que tiene que certificar legalmente el resultado que arrojaron las urnas a favor del candidato del PAN, Felipe Calderón. El primero de diciembre de 2006 va a ser recordado por su incertidumbre, su circo en San Lázaro donde los congresistas desde tres días antes se disputaron a golpes y mordiscos la tribuna, su cielo luminoso y su estado de calma chicha.

Todo podía pasar ese viernes. Desde abucheos y protestas hasta un golpe de Estado, vaticinaban empresarios, funcionarios, escritores y amas de casa. La sensación de que cualquier cosa podría suceder alertó a todo el mundo. Las seguridades son asunto de clases conservadoras y, sin embargo, las intranquilidades azotan a liberales y godos por igual. Por eso, tanto en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL), en los taxis del D. F., como en el sabrosísimo restaurante El Izote de la chef Patricia Quintana, y en el lobby del hotel Nikko de la capital mexicana, los nervios estaban de punta.

Los jardines de Chapultepec amanecieron radiantes el viernes. Como ejemplo de un fin de otoño lujurioso que se permite el sol nítido bajo la capa brumosa del smog que cubre la ciudad más grande del mundo. La naturaleza estaba con ganas de desactivar el nerviosismo creciente al que había contribuido sin duda la ceremonia improvisada en la residencia presidencial de Los Pinos la noche anterior, al filo de la madrugada, en la que el saliente y denostado Vicente Fox entregaba la banda presidencial a un oficial castrense ante la mirada imprecisa del entrante Felipe Calderón. Se suponía que el día siguiente iba a ser difícil y quisieron protegerse.

Aunque el periódico La Jornada tituló de manera escandalosa “Entre militares, asume Calderón en Los Pinos”, la impresión generalizada era que había que “curarse en salud” y por eso la prisa en imponer la bandera tricolor al dirigente de la acusada derecha mexicana. Más moderado y comprensivo con el juego democrático, como siempre, el periódico Reforma abrió su edición del primer día de diciembre con “Entrega Fox banda; asume Felipe poder”.

Para entonces, los principales medios de comunicación del mundo estaban enfocados en las noticias políticas de México. Por unas horas el fenómeno horripilante del narcotráfico que está viviendo el país, muy al estilo de los años 80 en Colombia, con su sicariato inclemente y sus tentáculos salientes, quedó arrinconado a noticias de las páginas interiores de los diarios (aunque seguían apareciendo cadáveres en el Estado de México producto de la pelea a muerte entre los carteles de droga).

Calderón sorprendió a todos con su llegada en helicóptero al palacio de San Lázaro. Lo que antes era una tómbola sobre si aparecería o no, se confirmó con su rápida entrada en el recinto donde lo recibieron entre vítores y abucheos. Formuló su protesta, como llaman en México el juramento, ante cámaras y parlamentarios, secundado por un Fox que lucía más nervioso que él (¿quién sabe cómo habrá recibido el altísimo y blando Vicente Fox los baldes de agua fría que columnistas y analistas han volcado contra su gestión en los últimos días? “Pata Grande, protagonista de Presidiendo por un sueño, lo calificó Juan Villoro; “El que no hizo, el que se durmió durante seis años”, como lo juzgó Doris Dresser en la revista Proceso, por mencionar sólo dos ejemplos) y enseguida Calderón dio inició al himno nacional que secundaron en riguroso orden todos los presentes. Prueba irrefutable del para qué sirven los símbolos. Se olvidaron por tres minutos y medio los insultos y de la boca de los mexicanos salieron las palabras patrias alrededor de las cuales se unieron por instantes.

En las calles alrededor del triángulo de las Bermudas, por llamar de alguna manera el sector de Polanco, uno de los más elegantes de la capital donde se aglutinan los rascacielos de los hoteles Marriot, Presidente y Nikko en los que se hospedaban diplomáticos, visitantes y políticos, el operativo de seguridad era enorme. Efectivos de las fuerzas de seguridad pública y privada acordonaban la zona y registraban minuciosamente con arcos de rayos X a quienes ingresaban en cualquier de los hoteles. Todo en calma, sí, pero en calma chicha.

Una vez culminada la ceremonia en San Lázaro, un suspiro generalizado recorrió el lobby del hotel Nikko. Empresarios y políticos aplaudieron y se les vio un inocultable gesto de alivio al observar cómo las cadenas de televisión mostraban a un Calderón calmado y ungido de sus poderes para el próximo sexenio.

En la calle, sin embargo, los alrededores del Auditorio Nacional donde estaba previsto que los militantes y la dirigencia del PAN escuchará con devoción a Calderón se iban llenando de curiosos y, sobre todo, de seguidores de Amlo que no estaban dispuestos a renunciar a su convicción de que lo sucedido fue como decía Lydia Girón “un golpe de Estado porque nos robaron las elecciones acompañados por el Ejército”.

En las salidas laterales del Auditorio, a espaldas del hotel Presidente, la gente iba llegando para sumarse a las consignas de los perredistas inconformes. “Espurios, arrastrados, falsetes, pequeño burgueses de mierda, rateros, acarriados y hasta ratas de dos patas (como canta Paquita la del barrio)”, repetían a cada tanto hombres y mujeres congregados bajo los árboles, ante la mirada seca de los elementos de seguridad.

Los insultos iban dirigidos a quienes salían del Auditorio. La polarización del país en caliente. Los unos, vestidos de trajes negros impecables, con camisas perfectamente planchadas ellos y tacones negros ellas, invitados por el PAN que salían a celebrar tras escuchar al recién elegido Calderón; los otros, venidos desde las colonias más distantes, con ropa variopinta, mordiendo conciencias con sus gritos sonoros y hasta con cartulinas escolares escritas de manera infantil. “Fox, traidor de la democracia”, rezaba un cartel. Al pie estaba María Elena Hernández, de 38 años, secretaria del Instituto Mexicano de Salud (IMS), divorciada y con tres hijos. Una mujer mexicana que bien podría ser colombiana o ecuatoriana o venezolana de esas a las que la vida, en especial los hombres, dejan a un lado del camino a ver cómo se las arreglan solitas.

María Elena gana un salario de escasos 500.000 pesos al mes. “La comida de un guisado hay que hacerla durar muchos días. Yo entiendo que haya clases sociales, pero no soporto ver a esas señoras elegantes cuando yo ni para kótex tengo, ni siquiera para los buses de mi hija que se va con el estómago vacío cada mañana a la universidad”.

La angustia de María Elena no está llena de consignas, se convierte en varias lágrimas cuando intenta relatar por qué se volvió militante del PRD, seguidora de Amlo, cuando en su vida había sido activista política. “En este sexenio, Fox demostró que nos había engañado. Su traición me dolió más que la de mi marido”. María Elena está convencida de que no tiene nada que perder, está dispuesta a lo que sea con tal de poder darles una vida digna a sus hijos y rechaza el somnífero que según ella les están dando a los pobres en México: “No confío en Calderón, piensan que nos tienen dormidos con telenovelas y realities, pero nosotros estamos viviendo nuestra realidad”.

Ante la arreciada de insultos, los invitados del Auditorio decidieron buscar otras vías de salida. Al pie de una de ellas, tres cuadras abajo del hotel W, donde los perredistas no habían llegado todavía, se acercaban las grandes camionetas a recoger a personajes como Manuel Espino, presidente del PAN, y su comitiva.

Por ahí mismo, salieron también Manuel Negrete, futbolista de la selección mexicana del 86; Natalia Boy, ama de casa, y Vera Mojica, periodista. Tres amigos unidos por su militancia en torno a la figura de Felipe Calderón al que dicen adorar “porque él no va a permitir que el Congreso sea manejado por una bola de patanes”. Natalia Boy se queja de que el jardinero que limpiaba su jardín estuvo amenazándola estos meses con que el PRD, encabezado por Amlo, le iba a quitar por fin su casa de señora de clase media. “Teníamos mucho miedo, pero ahora sabemos que Calderón va a combatir la inseguridad”, afirma con una sonrisa de oreja a oreja. Parecen tan felices con su victoria. Tanto, que van a celebrar con tortas ahogadas y caballitos de tequila en la casa.

A pesar de las medidas de seguridad y la presencia amedrentadora de las unidades del Ejército vestidas de negro, no hubo quien evitara que llegáramos hasta las mismísimas puertas del Museo de Antropología donde en medio de una calma menos chicha, ya que Calderón quedó nombrado Presidente, comenzaron a llegar todas las delegaciones invitadas al almuerzo presidencial. El presidente Uribe, a bordo de una camioneta negra, hizo su arribo cerca de las tres y media de la tarde. La prensa esperaba haciendo una que otra foto y fumando cigarrillos. Los ánimos se habían calmado y hasta los antidisturbios habían dejado sus cascos, escudos y bolillos sobre el pavimento como un camposanto improvisado de una batalla que nunca tuvo lugar.

Los huipiles de 600.000 pesos de la señora Lucy León se habrían vendido como churros en la jornada del viernes primero de diciembre. Los turistas no sabían para dónde ir ni qué hacer, ya que el comercio estuvo cerrado todo el día. Al que no le queda ahora tan fácil vender la panacea de que México está hecho una gran potencia es a Felipe Calderón quien, con su gobierno panista, tendrá que lidiar durante los próximos seis años con un descontento y una desigualdad social evidente que clama a gritos soluciones inmediatas, con la violencia del narcotráfico que está enterrando a muchos en distintas partes del país y con una oposición que no le va a poner el camino fácil políticamente. Ya aprendieron que Fox fue un señor que sólo sabía salir muy bien en las fotos.