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OPINIÓN

Pasó de todo y no cambió nada

Una oportunidad maravillosa para buscarle una salida al problema del intercambio humanitario terminó tristemente desperdiciada por todos los protagonistas del encuentro en la Plaza de Bolívar.

Armando Neira, Editor de Semana.com
2 de agosto de 2007

Socorro Cadavid de Giraldo es una mujer triste y escéptica. Los días se le van con su mirada adolorida hacia los cerros de Los Farallones mientras pasa, una a una, las cuentas de su rosario. Pocas cosas la distraen desde cuando recibió la noticia de que su hijo, Francisco Javier, diputado del Valle, había sido asesinado en quién sabe dónde y de quién sabe qué manera.

Sus ojos se humedecen cuando confiesa con mucha vergüenza que a raticos, sobre todo en las madrugadas de desvelo, ella le da gracias a Dios por haberse llevado de este triste mundo a su hijo para que ya no sintiera más martirio.

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Íngrid Betancourt es una mujer de carácter. El intendente de Policía Jhon Frank Pinchao cuenta que la vio enfrentarse con fiereza a los guerrilleros de las Farc que la mantienen cautiva. Una noche, por ejemplo, ella pidió permiso para ir al baño. Como es usual, uno de los vigilantes la siguió con su linterna encendida para tenerla en la mira. El hombre empezó a iluminarla de arriba abajo, de abajo a arriba. Ella volvió a su cambuche y se acostó en silencio.
Al día siguiente, ella preguntó quién fue el responsable de su vigilancia. Un hombre reconoció ser él. Ella se le abalanzó y le gritó que podría estar secuestrada, pero que a ella no le faltara el respeto. El guerrillero, en represalia, le apretó más la cadena al cuello. Ella le replicó con la voz ahogada, pero invencible: “Pido respeto, pido respeto”.

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Es probable que estas dos mujeres, como el país entero, estuvieron a la expectativa del encuentro del presidente Uribe y del profesor Moncayo. Era una oportunidad maravillosa para hablar de algo que les concierne a ambas: el acuerdo humanitario.
Por un breve instante, muchos llegamos a creer que estábamos siendo testigos de un acto excepcional y de enorme trascendencia. De lo primero no hay duda. El presidente Uribe en las escalinatas del Capitolio junto al humilde profesor empezaban a defender sus posturas ante los dos escenarios naturales de la discusión pública. La vieja plaza pública y la contemporánea televisión. Nos ilusionábamos al creer que era la democracia en todo su esplendor.
Ambos con todo su respaldo. El Presidente, con su gabinete y el poder del Estado; el profesor, con sus cadenas, su dignidad y su decencia.

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Uribe soltó dos anuncios –uno ya usado y el otro inédito–: la liberación de guerrilleros y la concesión de una zona de encuentro para sentarse frente a las Farc. Hasta ahí todo parecía ir bien.
Pero la nitidez de semejante pintura se opacó. Desde la plaza, cuando hablaba Uribe, lo acusaban de paramilitar; cuando hablaba el profesor, reinaba el silencio.

Uribe lucía molesto. Moncayo, respetuoso. La gritería fue en aumento y el Presidente retó a una joven que lo agredía verbalmente a que subiera y le expresara sus puntos de vista. En ese momento todo se vino al suelo. La espontánea subió y empezó a reclamarle al Presidente por la dependencia de Estados Unidos, por la falta de inversión social, de lo posible y lo imposible pero nada del intercambio. Moncayo se fue por la misma línea y tomó el micrófono y durante ocho minutos continuos habló de que a los profesores de Nariño no les pagan, de los trabajadores del Hospital de Girardot, de los soldados educados para la guerra, entre otros temas. ¿Y de su hijo? Lo cierto fue que puso a Uribe a navegar en las aguas donde mejor se siente: un consejo comunitario. Con su prodigiosa memoria, empezó a enumerar uno a uno sus actos de gobierno. Y a exhibir su profundo odio a las Farc. Odio en el que ha sido consecuente durante toda su vida pública y que, entre otras cosas, le ha permitido ganar en las elecciones la gobernación de Antioquia, y la Presidencia de la República, en dos ocasiones. Porque en este país fragmentando, uno de los pocos consensos es en el rechazo mayoritario a este grupo armado. Y él lo sabe y le saca provecho.

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Gran parte del público empezó a aplaudirlo. Y todo lo que se veía en televisión empezó a provocarme una enorme tristeza y la sensación de que aquí íbamos a perder, una vez más, todos: el Presidente gritaba contra las FARC; la muchacha espontánea hablaba de la inversión social, del crecimiento de las ciudades, de la soledad del campo; Moncayo y su esposa lloraban, abrazados, por su inmenso amor y las cadenas que brillaban bajo el sol. Atrás, los escoltas del Presidente conversaban por celular y se reían. Y la épica y ética travesía por la que había venido el profesor Moncayo –la liberación de su hijo, el acuerdo humanitario– se diluía. Y unos silbaban, insultaban...

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Entonces quedamos con la sensación de que este país está roto. Y nadie tuvo la voluntad en este día excepcional de empezar a coserlo. En un atrevido señalamiento, el Presidente dijo que quienes lo gritaban y lo ofendían eran los que querían a las Farc. Eso, naturalmente, fue muy agresivo para sus críticos, pero bastante estimulante para sus seguidores. Moncayo se bajaba adolorido e ingresaba cabizbajo a su carpa. Se fue sin despedirse del presidente. Pero él seguía en su discurso que, claro, ya no pasaba por el intercambio humanitario.
Uribe ganó en confianza y se sintió que había salido bien librado de semejante trance y dijo que ahora estaría cada semana en la Plaza de Bolívar. Uno de los pocos espacios en donde no había exhibido sus dotes de orador y de hombre frentero, como lo definen muchos. Pero no se trataba de nada de eso. Nadie quería que en la Plaza hubiera ganadores y vencedores, sino que hubiera brotado al menos una luz para buscar una salida a los secuestrados.


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Y me sentí triste. Y más triste cuando recordé a doña Socorro Cadavid y a Íngrid Betancourt. La primera en su casa en Cali. La segunda en la profundidad de la selva. Ambas por instantes debieron dejar a un lado el escepticismo forjado en sus pieles por sus duras vivencias. Pero la esperanza duró poco porque este jueves, 2 de agosto, vimos que pasó de todo pero no cambió nada.