OPINIÓN ONLINE

En el paredón

¿Qué es arte urbano y cuáles son los grafitis artísticos o los que no lo son? ¿Solo valen los que se pintan en zonas decretadas, mientras que los demás deterioran el espacio público?

Semana.Com
16 de enero de 2016

Yo los persigo. Paciente, ando mirando de un lado aL otro en silencio. Espero y apenas veo alguno, lo capturo. He recorrido muchas zonas de la ciudad para atraparlos. Me los cruzo con frecuencia; son un golpe que sacude, en especial al doblar una esquina, cuando menos espero. Celebro que existan en todas sus formas, se roben espacios y miradas.  

Entiendo los grafitis -en todas sus variaciones- como una conversación urbana, imagen y obra de la libertad de expresión. Muchos me parecen francamente malos, otros repetitivos y aferrados a las mismas consignas de siempre. Hay textos, dibujos y murales muy talentosos, acompañados de otros sin gracia, como sucede con las conversaciones entre las personas: diálogos que iluminan y conmueven, otros que son de sordos y trámite; algunas veces agresivos, aburridos o que poco dicen de tanto repetir las mismas quejas y declaraciones de amor calcadas.

Bogotá arrancó el año con un revuelo sobre el futuro de los murales que adornan la Calle 26 y otras zonas permitidas de esta ciudad bastante gris e impersonal. El cuento fue que la nueva administración distrital los había mandado a tapar, en una especie de acción de “limpieza” por adelantado de este arte que es, en esencia, efímero.

Y, claro, se prendieron las alarmas, regresaron los juicios de que los grafitis son cosas de vagos y vándalos, acciones ilegales de “desadaptados”; aparecieron tuits y entrevistas a funcionarios y artistas, hasta que finalmente se dijo (¿borrón a la metida de pata?) que los retoques a la 26  estaban acordados y en manos de los propios muralistas, quienes son los encargados de renovar esta impresionante galería al aire libre. Así, este fin de semana estrenamos la nueva colección.  

¿Qué es arte urbano y cuáles son los grafitis artísticos o los que no lo son? ¿Solo valen los que se pintan en zonas decretadas, mientras que los demás deterioran el espacio público? ¿Colorear o no tocar la desapacible infraestructura pública? ¿Estratificamos las formas de expresión y lo que se entiende por patrimonio arquitectónico o cultural? ¿Dónde se traza la raya?

Si me remito al tercer punto del Programa de Gobierno 2016-2019 de la recién estrenada administración Peñalosa, la mirada y valoración de los grafitis se hace con lentes de Seguridad y Convivencia ciudadana, cosa que los marca con un tinte restrictivo y punitivo antes que verlos como manifestación artística y de la libre expresión de quienes vivimos en Bogotá. Tal vez de esa concepción surgió el mal entendido inicial sobre el futuro de los murales de la 26. Y puede ser que, por ese mismo motivo, se enrede el diálogo de la Alcaldía con la diversidad de perfiles de esta ciudad con más de ocho millones de habitantes.
 
Colecciono arte mural, grafitis, algo de writing o consignas ingeniosas. Armé una galería virtual que alimento semanalmente. He ido entrenando el ojo para detectar cambios en paredes y columnas, para entender formas de humor, para descifrar mamarrachos, identificar temas y encontrar verdaderas joyas de arte. Cuando la gente la visita, queda impactada: ¿eso dónde es… aquí en Bogotá?

Tengo amigos que conocen mi afición y comparten algo que vieron o sugieren que los muralistas deberían meterle aerosol a la zona industrial, como sucedió en Miami con unas bodegas abandonadas que hoy son un alucinante punto de encuentro comunitario. Porque a pesar de los prejuicios, uno de los aportes del arte urbano es que ayuda a recuperar el espacio público, impacta positivamente las zonas inseguras, ayuda a desalojar el vandalismo, genera códigos de convivencia entre quienes pintan para que valoren el trabajo artístico del vecino y respeten el patrimonio y mobiliario urbano.

Eso ha sucedido en muchas ciudades del mundo y empieza a verse en Bogotá, donde en los últimos años y tras varios de persecución con fatales consecuencias, se han logrado acercamientos y acuerdos similares entre artistas urbanos y autoridades.

El grafiti ha evolucionado y está revolucionando la comunicación urbana. Tiene nueva fuerza como vehículo para las reivindicaciones pues genera identidad a pesar de su anonimato. En Arabia Saudí han organizado exposiciones de arte urbano para promover el debate público sobre la libertad de expresión: casi la mitad de los artistas son mujeres que, para poderse expresar sobre el tema, se visten de hombres y salen a pintar de noche camufladas entre amigos.

También varios de los mejores representantes del street-art mundial, incluidos algunos colombianos, han marcado un alto punto estético y ya saltaron del muro al lienzo, de la calle a las paredes de casas y museos. Son cotizados y su obra, que muchas veces no abandona la calle, queda “legalizada” y bien vista al entrar al circuito de coleccionistas y galeristas.

Reconozco que hay patrimonio para conservar y reglas de juego. Sin embargo, tampoco puedo desconocer que el encanto del grafiti y del arte urbano está atado a la calle y se alimenta de transgresión. Por el camino que bordea el caño que conecta la calle 170 con los cementerios del norte hay un copetón o gorrión que vive tranquilo sin la aprobación del Distrito y sus Secretarios.

En la calle sexta, un inmenso tucán le da un toque tropical a esta ciudad. En la Avenida Chile un oso de anteojos, uno hormiguero y una rana desafían con mucha gracia la manida consigna política de la Pedagógica. Y sobre la calle 63 hay un muro que tiene una vegetación muy verde que se devora toda la atención en esta selva de cemento. Ahí está desde hace años, nadie lo toca: sería talar el paisaje de nuevo.

En esta ciudad somos expertos en levantar muros. Mirada estática y desconfianza ágil. Apegados a citar la norma, como si de verdad la conociéramos y respetáramos. Por eso no sobran preguntas sobre quién decide qué y con cuál criterio.

Grafiti, arte urbano o como queramos llamarlo, es una forma de relato de lo que somos hoy y evidencia de la riqueza de miradas sobre la ciudad. Allí hay un rastro del cambiante colorido social y político de sus habitantes que, nos guste más o menos, vale la pena defender pues en temas de libertad de expresión siempre es mejor pecar por exceso, inclusive, de aerosol.