Salud Hernández

Opinión

A mis queridos policías de zona roja

Vayan al territorio, pónganse en los zapatos de nuestros policías, y dígame qué pasaría por su cabeza.

Salud Hernández-Mora
13 de septiembre de 2025

Han soportado en una sola semana el lanzamiento de diez drones con explosivos. Un domingo estallaron cinco. Al lunes siguiente, cuatro. El jueves, uno más. Ningún policía en la estación, ni los militares que patrullaban el pueblo, resultaron heridos. Esa fortuna, sin embargo, no fue lo más celebrado entre los vecinos.

Lo importante en el pueblo fue que un explosivo cayera en el colegio colindante con el búnker policial. Aunque nadie fue alcanzado, clausuraron el centro educativo por precaución. No es la primera vez que lo cierran, el José María Obando ha quedado infinidad de ocasiones expuesto en medio del fuego cruzado y suelen trasladar a los alumnos a otro colegio a varias cuadras de distancia.

El anhelo colectivo, la lucha vecinal, es que retiren a la policía del centro del casco urbano y le busquen un lugar en el extrarradio para que la guerrilla los ataque sin causar daños colaterales.

Cada vez que voy a Corinto, Cauca, pienso en la desgracia de ser policía y que te destinen a esa localidad del norte del departamento más complejo de Colombia, que no tiene solución a corto y medio plazo. No sé si a largo, aunque uno no debería dejar de creer en los milagros. Y si existe un ejemplo de esa inagotable frustración es Corinto.

Basta llegar a la plaza principal. La alcaldía, instalada en un precioso edificio tradicional, de altas paredes blancas, frente a otro pintado de azul cielo, igual de bello, fue destrozada por un bombazo en 2021. El Gobierno Duque corrió a prometer que lo restaurarían. Y, por supuesto, castigarían a los culpables con todo rigor.

Como imaginamos, no ocurrió ni lo uno ni lo otro. El alcalde trasladó las oficinas a otra edificación colindante, en Bogotá, tanto ese Gobierno como el siguiente, los olvidaron y las Farc-EP continuaron con sus atentados y el control absoluto del municipio, como ocurre desde hace décadas. En junio pasado, en la arremetida terrorista, un carro bomba en el parque destrozó, entre otros bienes, una panadería popular, muy agradable para tomar tinto y conversar.

A solo una hora de Cali y con lugareños emprendedores, con ansias de progresar, podría ser un magnífico polo de desarrollo. Y un buen destino para un uniformado. Si otra fuera la realidad.

Anteriormente, desde la panadería de marras, y ahora desde un banco del parque, uno observa la estación y los policías resguardados en la garita frontal y piensa: ¿qué sentido tiene su presencia? ¿Cuál es su función? Yo misma me contesto que solo hay una: salir vivos y abrazar a sus hijos.

La inmensa mayoría de pobladores querrían que se fueran y tampoco les hablan, porque hacerlo supone ponerse una lápida encima. Los policías, por su parte, apenas pueden abandonar la estación porque se vuelven blanco fácil, máxime sin la protección del Ejército. Cabe recordar que Iván Velásquez, cuando era ministro, retiró a los militares de innumerables cascos urbanos.

Por tanto, un policía de Corinto tiene las manos atadas.

Un vecino me contó que en una ocasión debían hacer el levantamiento de un cadáver en un barrio apartado por tratarse de una muerte en una riña familiar. Para acudir, la policía requería averiguar si se trataba de una de tantas trampas de la guerrilla. Pero no había manera de movilizarse sin el acompañamiento de una unidad militar.

Los parientes del fallecido resolvieron llevar el muerto a la estación y allá hicieron el procedimiento para poder enterrarlo.

Tomar decisiones desde un escritorio de Bogotá, con una insultante ignorancia de la realidad, y criticar determinadas acciones, resulta fácil. Pero vayan al territorio, pónganse en los zapatos de nuestros policías, y dígame qué pasaría por su cabeza.

Nada más llegar, tenga presente que su presencia no es bienvenida. Que los nativos luchan para que ustedes desaparezcan por ser blanco permanente de la guerrilla. Casi nadie le dirigirá la palabra y sus horas o días de descanso, si es que dispone de alguno, los pasará en la propia estación, sin comodidades.

A pesar de las precariedades, será su único refugio y le aconsejarán prudencia extrema, jamás bajar la guardia. En el pueblo, dominado por las Farc-EP, los vigilan los milicianos y hay francotiradores y expertos “explosivistas” dispuestos a arrebatarles la vida con drones o carros bomba.

El día que empiece su permiso, más que felicidad, le invadirá una desagradable inquietud. Cómo abandonar la estación sin que lo vean y abordar un carro o un bus sin que nadie lo identifique. Y no dejará de rezar para no caer en un retén.

Durante el trayecto se le pasará por la mente que su vida les importa cero a sus mandos y a sus compatriotas. Solo será un héroe si lo asesinan. Ahí la Policía Nacional difundirá su fotografía en un marco dorado y en las emisoras clamarán que usted merece todos los reconocimientos. Hasta el siguiente muerto que ocupe su lugar y usted pase a engrosar una simple estadística.

He puesto el ejemplo de Corinto, pero lo mismo escribiría de otras poblaciones con idénticas características.

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