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¿Acabamos con los partidos políticos?

El debilitamiento de los partidos políticos es un resultado electoral que algunos celebran pero que pone en riesgo la sostenibilidad de nuestro sistema democrático

Eduardo Behrentz, Eduardo Behrentz
29 de octubre de 2019

El sentimiento agridulce, de haber ganado y perdido algo de forma simultánea, es común a cualquier resultado electoral. Siempre hay ganadores y perdedores. Siempre victorias parciales acompañadas de derrotas parciales. Las pasadas elecciones regionales son muestra de esto.

En Bucaramanga, Cúcuta y Medellín se respiran aires de satisfacción y libertad al haberse logrado la victoria de candidatos independientes por encima de aceitadas maquinarias electorales. En Cartagena aún no se sale del asombro por haber logrado igual gesta en un contexto en el que ello parecía inverosímil tan solo unos días atrás.

La victoria de Claudia Lopez en Bogotá tiene implicaciones históricas. Sin importar si se está de acuerdo o no con su modelo de ciudad, una mujer electa con más de un millón de votos para el segundo cargo más importante del país es muestra inequívoca de la evolución de los votantes.

Resultados de similar naturaleza y de variada significancia en cada caso se repitieron para gobernaciones y alcaldías a lo largo y ancho de la geografía nacional. Por ejemplo, para ciudades capitales y sin contar coaliciones, las fuerzas alternativas se hicieron ganadoras en un mayor número que los partidos tradicionales. Como candidatos únicos, el Partido Liberal, Conservador, La U y Cambio Radical suman, entre todos, 5 de 32 alcaldías posibles.

Sin embargo, estos últimos resultados tienen su lado malo. La democracia no se limita al ejercicio electoral, y su verdadera fortaleza y utilidad se evidencian en el ejercicio de gobierno, en el que la capacidad de rendición de cuentas y de generar políticas de largo plazo resultan trascendentales. Un partido o grupo de ciudadanos que surge para elegir a un candidato y que luego desparece no es más que un instrumento electorero que los votantes deberíamos aprender a rechazar.

Peor aún resulta la utilización de coaliciones para juntar maquinarias locales con el propósito de lograr el triunfo por una única vez. Dicha práctica es tan conceptualmente absurda que durante las pasadas elecciones el Polo Democrático hizo coalición con el Partido de la U para la Alcaldía de Cali mientras que tales organizaciones fueron rivales en las gobernaciones de Bolívar y Cundinamarca, entre otras. Similares contradicciones se vieron en diversos lugares y para casi todos los partidos.

En suma, el sabor dulce asociado con el triunfo de los candidatos de opinión es muestra de un mejor y más sofisticado electorado. El trago amargo lo aportan los partidos políticos al haberse convertido en burdas empresas electorales de corto plazo. Y es hora de revertir tan nociva tendencia.

Ya nos lo advirtió Alexis de Tocqueville desde 1831, en su ensayo Democracia en América, en el que se presenta el caso de que los partidos políticos significativos y de utilidad para la sociedad son aquellos que defienden principios más que resultados particulares, aquellos que promueven ideas y no personas. Tales organizaciones se suelen distinguir por su carácter noble y sus convicciones genuinas y por ende se protegen de la tentación de servir intereses particulares. En contraste, los partidos de corto aliento son deficientes en su fe política y se encuentran dominados por el egocentrismo y la visión individual de sus miembros de turno. Su lenguaje suele ser vehemente pero sus conductas tímidas e inefectivas. ¿Suena conocido?

Las democracias serias de países serios se basan, entre otros, en partidos políticos sólidos. Esto incluye la claridad y diferenciación en sus postulados ideológicos, la cual se respeta y defiende, sobretodo en medio de procesos de elección. Ojalá nuestros líderes, nuevos y antiguos, aprendan a actuar de forma responsable. Necesitamos menos partidos y que sean bien distintos entre sí.

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