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¿Es Fidel Castro o es Papá Noel?

El mismo día en que decoramos la casa de Navidad me sorprendió la muerte de Fidel Castro. Y cuando digo que me sorprendió, lo digo en serio: no sabía que aún continuaba vivo.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
3 de diciembre de 2016

Tan pronto como lo supe, por eso, puse el noticiero, y lo observé tendido ante los ojos del mundo. Mis hijas se impactaron ante la imagen y soltaron una cascada de
preguntas que, en ese instante, no estaba dispuesto a responder: no iba a ser yo quien dañara su inocencia con explicaciones de geopolítica, mucho menos en momentos en que teníamos el sábado por delante para armar el árbol navideño.

–¿Quién es el señor de barba que está acostado? –preguntó mi hija menor, que tiene 8 años.

–Es Papá Noel –fue lo primero que se me ocurrió responder.

–¿No era más gordo? –ripostó la mayor, que tiene 9.

–Bueno: es Papá Noel después de haber vivido en Cuba.

–¿Y por qué esta vestido de verde? ¿No se supone que era rojo?

–Bueno: este era rojo, y no te imaginas cuánto…

–¿Por qué la gente hace fila para verlo? –indagó la menor.

–A lo mejor le están llevando sus cartas de Navidad…

–¿Podemos ir a dejarle la nuestra?

–Ni siquiera la han escrito –me defendí–: además, Cuba queda muy lejos…

–O se la podemos mandar por e-mail…

–Siempre y cuando la dictadura no restrinja el internet –advertí.

Dejamos la transmisión como ruido de fondo mientras las niñas se sentaban a escribir sus cartas. Mi esposa, que, casualmente, pasaba con una corona, pero navideña, se acomodó el chal y observó la noticia.

–Qué tristeza –se lamentó–: acá se termina una época…

–Y una época macabra –le dije.

–En Cuba hay educación, salud, dignidad

–ripostó con tonito indignado.

–¿Qué es dignidad? –se metió mi hija menor.

–Pero no hay libertad –me defendí.

–Como si acá la hubiera –me contestó.

–No seas tan mamerta –le dije.

–¿Qué es mamerta? –indagó mi hija mayor.

–Te hace falta una buena charla con tu papá –dijo mi mujer–, o con tu tío Ernesto, en Unasur.

–No hace falta –respondí, digno–: para mí, dictadura es dictadura, de derecha o de izquierda.

–¿Qué es Unasur? –preguntó la menor.
–Un centro comercial –le dije.

Entonces descubrí ante mí mismo que no admiraba a Fidel. Me duele reconocerlo. Pero no lo admiro. Crecí en medio de una familia progresista, que bailaba salsa en bluyines y tarareaba “Aquí se queda la clara, la entrañable transparencia”, coro que, contra mi sospecha, no fue inspirado en Clarita López y su lencería erótica. Tuve botas Hevea de gamuza. Mi luna de miel fue en La Habana. Mi vida, en fin, debería arrojar la conclusión lógica de que admiro a Fidel, pero ahora descubría ante su cadáver que no: que envejecer es dejar de creer en los próceres de la izquierda (porque la derecha, no lo neguemos, no tiene próceres: solo caudillos o gerentes).
Decoramos la casa de Navidad con mi esposa cargada de tigre, como diría Uribe. Ni siquiera me dirigía la palabra.

–Habla –le dije–: esta no es la Cuba de Castro.

–Si lo fuera –reviró–, tú serias un médico muy calificado. Un proctólogo.

En adelante, entonces, soporté la vehemente defensa que mi mujer hizo del régimen, mientras la tensión subía y nuestra relación conyugal parecía una puesta en escena de Bahía Cochinos.

–Lo único puro que tenía –le dije– era su habano.

–Reconoce que su revolución fue muy buena en lo social –atacó ella.

–Claro –respondí–: aunque, en aras del interés superior de la revolución, se cargó a un par de millares.

–Sí, claro –dijo irónica–, pero es que como acá no hay muertos…

–Bueno, ya –la tranqué–; este no es un concurso de violación de derechos: razonas como Piedad Córdoba.

–Y tú como la Cabal.

–¿Quién es Piedad Córdoba? –preguntó mi hija menor.

–¿Y quién la Cabal? –indagó la mayor.

Como homenaje a ella y a Maduro, ubiqué la mula en el portal y encontré paradójico el hecho de que a Fidel se lo haya llevado la muerte en el capitalista ‘Black Friday’, como si estuviera de descuento y la parca, ¡ay!, no se hubiera resistido semejante oferta.

–¿Pongo las instalaciones de luz en el pesebre –la pullé–, o hacemos racionamientos de energía, como si Belén fuera La Habana?

–Fidel –dijo solemne– fue un grande de la historia: con su partida perdemos todos.

–Por lo menos Adidas –le concedí.

–Además dejó un gran legado –me respondió sin oírme.

–El legado de que, no importa qué tanto se parezca tu hermano a Fernando González Pacheco, puedes dejarlo en el poder.

–¿Qué es legado? –preguntó mi hija menor.

Para entonces, la sala parecía el escenario de la Guerra Fría. Pensé entonces que sin Castro y sin Chávez queda vacía la amenaza preferida del uribismo. Y que con Fidel muere la tendencia de vestirse con sudadera y camisa de botones en la tercera edad: la historia lo juzgará también por eso.
La discusión escaló: hablamos de logros y jineteras, de pobreza y bloqueo, y en el momento más álgido de la disputa, mis hijas nos interrumpieron con sus cartas de Navidad: ambas pedían que sus papás no se pelearan por Fidel Castro.

–Tienen razón –les concedió mi mujer.

–No vale la pena pelear por políticos

–concluí.

Acto seguido, salimos a entregar las cartas en un centro comercial. Íbamos a entrar a Unasur, pero el parqueadero estaba repleto. n

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