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De la Casa Arana a nuestros días

Las indígenas uitotas dieron ejemplo para enfrentar las violaciones de matones prevalidos de las armas que portaban.

Juliana Londoño, Juliana Londoño
20 de agosto de 2020

En abril de 1988, acompañé al presidente Virgilio Barco, a la remota localidad de La Chorrera, en el departamento del Amazonas, en las márgenes del río Igaraparaná a una extraordinaria misión: entregar a indígenas uitotos, okainas, muinanes, boras y de otros grupos, 18.000.000 hectáreas, del llamado “Predio Putumayo”.

Era el epílogo de la funesta Casa Arana, que, desde finales del siglo XIX hasta la entrada en vigor del tratado de límites entre Colombia y Perú en 1928, ocupó los territorios amazónicos comprendidos entre los ríos Caquetá y Putumayo.

La Casa Arana, no solamente exterminó a miles de indígenas, sino que paulatinamente por sumas irrisorias y bajo amenaza compró predios a caucheros colombianos. Entre las atrocidades de los capataces de la empresa cauchera, se cuenta especialmente el abuso hasta extremos infrahumanos de las mujeres indígenas.  

De conformidad con el artículo IX del tratado de límites, Colombia debía respetar las propiedades de los dueños de la Casa Arana que se encontraban en los territorios que le fueron reconocidos por el Perú, entre ellas las ubicadas en las márgenes del río Igaraparaná, donde se ubica La Chorrera.

El Gobierno colombiano se vio obligado entonces a comprarlas a los dueños y sucesores de la Casa Arana. Sin embargo, la devolución de los territorios a sus verdaderos propietarios, que eran los indígenas, se demoró hasta 1988.

Tuve el gusto de entregarle hace algún tiempo el título de maestría en estudios políticos e internacionales a la indígena uitota Kuiru Castro, alumna de la facultad de la que soy decano.

Su tesis, dirigida por la profesora Angela Santamaría también profesora de la facultad, relata la forma valiente pero ignorada como las mujeres indígenas se enfrentaron a los desmanes de la Casa Arana.  

Especialmente cuando los gobiernos, tanto del Perú como de Colombia fueron indiferentes, mientras que los misioneros capuchinos españoles, solo ponían a las indígenas a rezar todo el día y asistir a misa dos veces diarias “para que no se las llevara el diablo”

Las uitotas con su sabiduría pudieron sobrevivir y se enfrentaron a la Casa Arana, siguiendo silenciosamente normas y costumbres ancestrales, que les permitieron conocer la selva profunda, huir, esconderse y aprender a manejar su cuerpo y sus actitudes. Lo llamaron el “poder de la manicuera”, bebida sagrada obtenida de la yuca dulce, que, según los uitotos, recibió la mujer de las manos de Dios para desempeñarse como madre sabia, protectora del territorio, de la comunidad y de su chacra. 

Hace algunos días voceros de las Farc anunciaron que no se había incurrido en violaciones a muchas mujeres, por parte de los miembros de ese grupo guerrillero.

La violación se disfrazó con la farsa de la vinculación “voluntaria” de muchachas campesinas e indígenas reclutadas forzadamente o con engaños para integrar la guerrilla, donde se convertían en poco menos que esclavas.

De poco han valido los testimonios de las integrantes de la corporación Rosa Blanca, fundada por mujeres que fueron víctimas de violencia sexual por parte de ellos.

Según eso, los miembros de las Farc se caracterizaron por ser los adalides de los derechos de la mujer. ¡Qué maravilla! Ronda otro premio Nobel sobre Colombia…

(*) Decano de la facultad de estudios internacionales, políticos y urbanos de la universidad del Rosario.

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