Jorge Enrique Vélez, columnista invitado

Opinión

Des-administración de la Justicia – Juez 44

Lo que está en juego no es solo la suerte judicial del expresidente Álvaro Uribe, sino la confianza de los colombianos en una de las ramas fundamentales del poder público: la Rama Judicial.

Jorge Enrique Vélez
6 de agosto de 2025

Cuando hablo de “des-administración de la justicia” en el contexto colombiano, no me refiero únicamente al funcionamiento administrativo del poder judicial, sino a hechos concretos que, lamentablemente, comprometen su legitimidad. En particular, me refiero a las actuaciones de una jueza de la República que, en los últimos meses, ha puesto en entredicho la integridad de la administración de justicia.

Sus decisiones, marcadamente influenciadas por intereses políticos y personales, han desviado el propósito esencial de su investidura: administrar justicia con objetividad, imparcialidad y sin sesgos ideológicos. Esta conducta, alejada del deber que juró cumplir al asumir su cargo, contradice los principios constitucionales que fundamentan la labor de todo juez en Colombia.

Reconozco y comparto la premisa de que las decisiones judiciales deben acatarse y respetarse. Esto, sin embargo, parte del supuesto de que quienes las emiten actúan con transparencia, imparcialidad y rigor jurídico. Los jueces son intérpretes autorizados de la ley y su legitimidad emana directamente de la Constitución y el ordenamiento jurídico. Cualquier actuación guiada por intereses personales o influencias externas erosiona no solo su credibilidad, sino la estabilidad institucional que de ellos depende.

El caso del proceso contra el expresidente Álvaro Uribe, adelantado por la jueza 44 Penal del Circuito de Bogotá, es un ejemplo preocupante. En este proceso, se han vulnerado principios fundamentales del derecho penal, se han omitido pruebas y se ha evidenciado una parcialidad incompatible con la función judicial. Más aún, las declaraciones públicas de la jueza, en las que admite su animadversión hacia el procesado, configuran una grave falta de transparencia y objetividad.

No mencionaré su nombre, porque no pretendo otorgarle protagonismo a quien, con sus actuaciones, ha puesto en riesgo la credibilidad de uno de los tres poderes del Estado. Lo verdaderamente grave es que decisiones judiciales tomadas desde el prejuicio y la ideología están deteriorando la confianza ciudadana en el sistema judicial que, con sus imperfecciones, ha contado históricamente con la legitimidad de la mayoría de los colombianos.

El sesgo político no puede tener cabida en la justicia. Cuando un juez antepone sus convicciones personales a la ley, no solo se vulnera el debido proceso, sino que se erosiona uno de los pilares fundamentales de cualquier democracia: la independencia judicial.

Es evidente que la señora jueza 44 no solo ha vulnerado el respeto que merece la institucionalidad judicial, sino que, además, ha manifestado abiertamente su animadversión no solo contra el expresidente Álvaro Uribe, sino también hacia sus hijos y su familia. Esta actitud constituye una de las pruebas más contundentes de que su actuación en el proceso estuvo marcada por un sesgo evidente, desde la etapa inicial hasta la sentencia misma, cuya parcialidad y falta de imparcialidad han sido ampliamente cuestionadas.

Estoy convencido de que ningún otro juez en Colombia habría actuado de la misma manera. Así lo confirman las interpretaciones de múltiples juristas del país, quienes, desde una óptica objetiva, han señalado cómo la jueza otorgó un valor probatorio desigual a las evidencias presentadas en el caso. Una muestra clara de esto es la valoración dada al testimonio de Juan Guillermo Monsalve, un delincuente condenado con graves antecedentes penales y cuyas conexiones con sectores interesados en afectar al expresidente Uribe han sido objeto de numerosas denuncias. A pesar de esto, la jueza 44 llegó al punto de exaltar a Monsalve, calificándolo como un ciudadano valiente por su participación en el proceso. Tal afirmación resulta escandalosa, pues el señor Monsalve no puede considerarse ni ejemplar ni valiente: es, ante todo, un delincuente sentenciado por la misma justicia.

Pero los cuestionamientos no terminan allí. La jueza 44 también convalidó interceptaciones ilegales, otorgándoles validez sin explicar con claridad el proceso de depuración de las mismas ni garantizar la trazabilidad de la cadena de custodia de estas evidencias digitales. A esto se suman graves denuncias sobre la alteración o eliminación de archivos del expediente, lo que debilita aún más la integridad del proceso y expone una posible conducta dolosa en la gestión probatoria. Todo ello sugiere una intencionalidad política e ideológica que se reflejó en la sentencia final.

Una de las decisiones más desconcertantes de la jueza fue condenar al expresidente Uribe por el delito de soborno en actuación penal, mientras que lo absolvió del delito de soborno simple, precisamente donde la supuesta víctima era el exfiscal Eduardo Montealegre. Esta contradicción ha generado un profundo cuestionamiento entre la ciudadanía, al evidenciar una preocupante falta de coherencia jurídica.

Lo expuesto es apenas una muestra de los múltiples elementos que permiten afirmar que las decisiones de la jueza 44 estuvieron profundamente influenciadas por motivaciones ajenas a la ley y al deber de imparcialidad que debe regir a todo servidor judicial. Su actuar respondió, más bien, a intereses personales y a los de quienes promovieron el proceso, incluidos los denunciantes y los abogados de las supuestas víctimas, consolidando así un juicio con claros visos de parcialidad y una condena premeditada.

La credibilidad de la justicia colombiana está hoy en manos del Tribunal Superior de Bogotá. Confío en que esta instancia actuará con la objetividad que no estuvo presente en la primera, cuando la señora jueza 44 profirió una decisión cargada de sesgos e influencias políticas. Estoy seguro de que el Tribunal llevará a cabo una revisión rigurosa, analizando con imparcialidad cada uno de los argumentos y pruebas presentados durante el juicio, y que su fallo se basará únicamente en el derecho, sin atender a presiones externas ni consideraciones ideológicas.

Este no es un caso cualquiera. Lo que está en juego no es solo la suerte judicial del expresidente Álvaro Uribe, sino la confianza de los colombianos en una de las ramas fundamentales del poder público: la Rama Judicial. Una institución que, con contadas excepciones, ha sido reconocida por su objetividad e independencia. Si esta confianza llegara a romperse, estaríamos frente a un escenario muy grave: el debilitamiento de la democracia misma.

Debo decirlo con claridad y contundencia: lo que se está viviendo hace parte de una estrategia orquestada por el actual presidente de la República, quien ha intentado someter a las instituciones democráticas del país. Primero fue la Rama Legislativa, a la que intentó doblegar mediante la propuesta de una consulta popular. Ahora, pretende debilitar a la Rama Judicial, instrumentalizando a sus aliados políticos y a los contradictores históricos del expresidente Uribe.

No es casualidad que, en este contexto, una jueza como la 44 —claramente alineada con el proyecto ideológico del gobierno— haya sido protagonista de una decisión tan cuestionada. Esta situación no puede ser leída de forma aislada: forma parte de un libreto cuidadosamente estructurado por el llamado “gobierno del cambio”, que ha encontrado en la justicia politizada una herramienta para avanzar en su propósito de concentrar el poder y socavar el equilibrio institucional.

Los colombianos no podemos ser ingenuos. Este proceso judicial trasciende el ámbito jurídico; es un capítulo más en una peligrosa narrativa que busca debilitar la democracia y legitimar un modelo autoritario. No se trata solo de una sentencia: se trata del rumbo del país. Y hoy, más que nunca, duele la patria.

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