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DIATRIBA CONTRA LOS NIÑOS PRECOCES

Semana
6 de agosto de 1984

La naturaleza humana es perversa. Aristóteles decía que el animal más destructivo de la creación es el hombre. Pero en Cartagena sostienen que el animal más dañino no es el hombre sino el turista. Sobre todo -digo yo acá- esos turistas de tierra fría que llegan al mar vestidos con una pantaloneta gris de paño, una camisa blanca almidonada, zapatos negros de cuero y medias de tres colores hasta la mitad de la espinilla. Pocas veces es dable presenciar un espectáculo más grotesco. No hay estética que resista semejante sentido del esperpento.
Pero si la índole humana es maligna -debo recordar que el hombre es el unico animal que se averguenza de su desnudez -supongo que los lectores estarán de acuerdo conmigo en que no hay nada peor que un genio precoz. Hace varios años, al lado de mi casa barranquillera llena de sol y de brisa, vivía una señora que estaba inexplicablemente orgullosa porque la naturaleza le hizo una broma macabra: le dio un niño genial que a los siete años recitaba de memoria ese pasaje en que Shakespeare describe el palacio de Hamlet en Dinamarca.
Los vecinos y amigos de aquella familia marcada por la fatalidad, sufríamos en carne propia una tragedia que ni la madre ni el hijo comprendían. Muy al contrario: cada vez que alguno de nosotros llegaba de visita la señora preparaba el escenario de su triste espectáculo. Corría las mecedoras, movía la mesa de centro para un rincón y decía, transfigurada por la dicha: "Ya viene Luisito, ya viene. Ahora verán lo último que ha aprendido".
El carajito aquel, que era flaco y verdoso como un pepino en vinagre, salía triunfalmente del cuarto donde estaba encerrado con sus libros. Caminaba como un teniente del ejército haciendo su entrada triunfal por las calles principales de Puerto Berrío o como John Wayne cuando marchaba bamboleándose, rumbo a un duelo con las dos pistolas golpeándole los muslos. Parecía un pistolero, en todo caso, con cierto aire ritmico de marinero en tierra. "¿Cómo les va?" nos decía Luisito a los mortales comunes y corrientes, mirándonos con algo de desprecio.
Después se paraba en el centro de la sala, cerraba los ojos como si fuera un espiritista en trance y empezaba a declamar la tabla de logarítmos. ¡La tabla de logarítmos, Virgen del Perpetuo Socorro! Y sacaba de memoria la raíz cuadrada de la placa de los carros que pasaban en ese momento por la calle. O preguntaba su edad a las señoras -demostración palpable de que no sólo era un genio precoz sino un imbécil prematuro- y a partir de esa cifra obtenía el coseno de la tangente y luego lo multiplicaba por la base de la hipotenusa para saber cuántos milímetros de lluvia habían caído sobre la ciudad en el aguacero de la mañana.
Una auténtica desgracia, como ustedes lo habrán notado. Yo le tenía mucho miedo porque siempre tuve para mí que aquello no era una bendición del cielo sino una infamia del Maligno. El diablo tenía que haber metido su mano en ese pequeño monstruo de manos temblorosas y ojos profundos, como de muerto. Pero no había Dios posible que se lo hiciera entender a su mamá, una pobre mujer convencida de que los mejores hombres de esta vida son los que aprenden más temprano.
Hoy, muchos años después de que ocurriera la historia de Luisito, de quien por fortuna no volví a tener la más mínima noticia, me he acordado de él porque veo en el periódico que hay un niñito que asombra a los auditorios europeos interpretando a Mozart en su violín, vestido de frac y todo serio. Si por mí fuera, le rompía el violín en la cabeza, le pegaría dos palmadas en las nalgas y lo mandaría para el chorizo. Porque el niño de verdad no es aquel que puede distinguir -sin titubeos- un canto de Homero de una parrafada de Virgilio, sino el que aprende a cambiar ventajosamente tres canicas desportilladas por una rana viva.
O el que, en vez de romperse la mollera tratándo de aprenderse la fórmula de la ignición en los satélites espaciales aprende más bien que Coné es el sobrino de Condorito. Y que el Ratón Mickey -por mucho que se haga el pendejo- está enamorado de Minie. Un niño hecho como la naturaleza manda no es el que saca pecho, pone las manos enconchadas como los cantantes vallenatos y empieza a recitar con voz de viejo: "Ya se oyen los claros clarines, ya viene el cortejo de los paladines..." No. Un niño puro, genuino, de carne y hueso, es el que llega a la casa hecho un mar de lágrimas, arroja la maleta de los libros contra el perro y anuncia a grito herido que no volverá jamás a la escuela porque la muchachita con la que comparte el pupitre, y por quien se gastó en chicles la plata del recreo, le ha dicho que está enamorada del pecoso aquel que se sienta junto a la ventana. ¡Y pensar que al pecoso, al maldito pecoso, le faltan dos dientes! Un niño de verdad no es el que se convierte en genio precoz para divertir a las visitas -como si fuera un espectáculo de feria- sino el que pellizca a las niñas que no se dejan dar un besito en los rincones, el que se agarra a trompadas con el hermano que no le quiere prestar la pelota, el que se resiste como una fiera herida a tomarse la sopa, el que no se deja peinar porque en esta vida no hay nada peor que peinarse o que ir al hospital -obligado por mamá- a visitar a una amiga que ha tenido un niño.
Hay que acabar con esta plaga. Porque un niño precoz no es más que un adulto mal hecho. Hay que declararle la guerra a las madres que se sienten orgullosas de sus pequeños genios. Más mocos y menos libros es la consigna. Más risas y juegos y menos ciencias. Más vida, en una sola palabra.
Convoco a los seres humanos que todavía somos capaces de conmovernos con un chico que se declara enfermo de dolor de estómago para no hacer la tarea. Los convoco para que, como huestes purificadoras, procedamos a quemar las cunas donde nacen los niños precoces. Y quememos también, en un acto de fe pública, sus pañales, sus teteros, sus coches, con el fin de que -como decía un humorista español- no corramos el peligro de un contangio colectivo...

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