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Dos reformas constitucionales urgentes

En una democracia, la dignidad de los altos funcionarios no puede consistir en blindarlos con impunidad por sus funciones, sino en que sean los primeros llamados a responder cuando incurren en conductas punibles o faltas disciplinarias.

Semana
18 de agosto de 2010

Una ola de entusiasmo baña los titulares de prensa. Un aroma de lavanda refresca los corredores del Congreso, espacio natural de discusión de los grandes cambios. La esperanza de que el nuevo gobierno “por fin”, “esta vez sí”, realizará las reformas estructurales que necesita el país para salir del subdesarrollo, hace crecer el optimismo.
 
Un “ambicioso paquete de reformas” (¿no les suena familiar la expresión?): política, a la justicia, electoral, de salud, pensional, de tierras, de ordenamiento territorial, de regalías, entre otras, conforman la propuesta. Y sin embargo, las dos reformas constitucionales prioritarias, que deberían ser el corolario del presidencialismo exacerbado que caracterizó al anterior gobierno, no aparecen por ningún lado.

Los textos constitucionales funcionan como motores: a partir de una dinámica de castigos y recompensas que, a la manera de engranajes mecánicos, desalientan o incentivan determinados comportamientos en los actores políticos.

“Ingeniería constitucional”, denominó Sartori el arte de fabricar buenas cartas políticas. El principal defecto de las Constituciones latinoamericanas consiste en que, por consagrarse sus redactores al loable propósito de concebir ambiciosos programas de valores, principios y derechos (parte dogmática), descuidan su función de servir como instrumentos de gobierno (parte orgánica).

Desde esta perspectiva, es fácil entender por qué los ocho años del pasado gobierno se convirtieron en terreno “ubérrimo” para la corrupción en los altos círculos de poder y la irresponsabilidad absoluta del primer mandatario (ver mi columna de mayo “La impunidad presidencial”).

Álvaro Uribe hizo lo que le vino en gana sin temor a las consecuencias jurídicas porque sabía que el mecanismo constitucional para responsabilizarlo penal y disciplinariamente es absolutamente inoperante. La encargada de investigarlo y acusarlo ante el Senado, de encontrar mérito, es la mal llamada “Comisión de Acusaciones” de la Cámara de Representantes, que lo único que acusa es incompetencia. Allí duermen, junto a otras denuncias contra altos funcionarios (esta comisión investiga además al Fiscal y los magistrados de las altas Cortes), casi 200 investigaciones contra ex presidentes de la República, 185 de las cuales son contra Uribe.

De otra parte, al mantenerse en el poder durante dos períodos seguidos, el gobierno pasado intentó (por fortuna con apenas parcial éxito) neutralizar los organismos encargados de controlarlo, tanto judicial como fiscal y disciplinariamente, al capturarlos con funcionarios de sus afectos. Para un análisis detallado del nefasto impacto de la reelección inmediata sobre el balance de fuerzas en el régimen político colombiano, los remito al libro Mayorías sin democracia, que publicó DeJusticia el año pasado.

La propuesta que le extiendo al nuevo gobierno, de Juan Manuel Santos, en nombre del “interés nacional”, del bien del país (que debe ser el primero compatible con la "unidad nacional"), es que por la salud del régimen político impulse una reforma constitucional que resulta imperiosa para restablecer el precario equilibrio de poderes que tuvimos durante los primeros años de vida de la Constitución de 1991.

Esta reforma es obvia y consiste en desmontar la posibilidad de reelección presidencial, si no en forma absoluta, al menos inmediata, para además de acabar con la nociva injerencia del Ejecutivo en las instituciones que lo controlan, recuperar el respeto del principio democrático esencial de alternancia en la cúspide del poder. Se trata de la buena lógica de las cosas, pues reformar los períodos y formas de elección del Fiscal, las altas Cortes y los demás organismos autónomos y de control requeriría la modificación de un porcentaje escandaloso del articulado constitucional, es decir, prácticamente la sustitución de la Carta por otra diseñada para un Presidente con vocación de poder de ocho años.

Ahora bien, si este gobierno quiere ser realmente “histórico” e ir más lejos que simplemente restablecer lo que había antes de la era autoritarista de Uribe, eliminando la primera causa estructural de la distorsión "presidencialista" del régimen que padecemos desde la independencia, debería volver prioritaria también la reforma del mecanismo para responsabilizar penalmente al primer dignatario.

La figura actual de la “Comisión de Absoluciones” está condenada a la inoperancia porque contamina un proceso que debe ser estrictamente jurídico, con consideraciones políticas, dejando la facultad de iniciar el proceso de investigación y luego acusar ante el Senado, a la buena voluntad de los miembros de la comisión, que suele tener muy bajo precio.

Un capítulo entero de la tesis doctoral que estoy escribiendo (cuyo texto pongo desde ya a disposición del Gobierno, en especial de su ministro del Interior, Germán Vargas) aborda el tema de la reforma al impeachment o juicio al Presidente. Los principales correctivos que propongo son el traslado de la competencia para juzgar al jefe de Estado, del Senado a la Sala Plena de la Corte Suprema de Justicia o, en su defecto, la creación de un tribunal ad hoc conformado por los presidentes de las altas Cortes (Corte Constitucional, Corte Suprema de Justicia, Consejo de Estado y Consejo Superior de la Judicatura) más el Presidente del Congreso, dejando la competencia para investigarlo en manos del Fiscal General, por iniciativa propia, o a solicitud de 10 congresistas o un grupo de ciudadanos que represente al menos el 5% del censo electoral. De no desmontarse la reelección presidencial, sería conveniente complementar esta última modificación con la modificación del modo de elección del Fiscal, para evitar el “choque de trenes”, ideando uno nuevo totalmente ajeno a la influencia presidencial.

En cuanto al Fiscal y los magistrados de las altas Cortes, se les debe asegurar también un juicio con todas las garantías, técnico y ajeno a las veleidades políticas del Parlamento. Para el efecto, el órgano naturalmente llamado a procesarlos es el Consejo Superior de la Judicatura, para cuyos magistrados se debe consagrar también un procedimiento especial de juzgamiento (las columnas de Daniel Coronell sobre el magistrado Escobar Araújo prueban que esta institución dista de estar exenta de la corrupción), siempre respetando una lógica de contrapesos que evite las denuncias temerarias, pero garantice al mismo tiempo la independencia de quienes investigan y juzgan.

En una democracia digna de su nombre, la dignidad presidencial y la de los demás altos funcionarios no pueden consistir en blindarlos con impunidad por las funciones que ejercen, sino en hacer de sus titulares, justamente en razón de su exorbitante poder, los primeros llamados a responder cuando incurren en conductas punibles o faltas disciplinarias.

*Candidato a Doctor (PhD) en Ciencia Política por la Universidad París II Panthéon-Assas
http://iuspoliticum.blogspot.com
Twitter: florezjose

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