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EL AMOR Y LA VANIDAD

Semana
19 de septiembre de 1988

Divagaciones a la carrera sobre un tema de Tristán Bernard
Cualquiera puede pensar que el animal más vanidoso de la creación es el pavo real, simbolo de la petulancia, alegoria de todas las fatuidades, encarnación emplumada de la soberbia. Bello pero inútil, como ciertas damas, porque puede tener todos los colores del mundo, pero no canta. Para lo único que sirve un pavo real es para ver espejear el sol de la tarde en la seda de su cola. O para tema de un bolero lánguido de Agustin Lara.

Otros sostienen, por el contrario, que el animal mas arrogante de la naturaleza es la mujer. Wilde, que tenía motivos para sentirlas como si fueran su contraparte, se burlaba de ellas y hacia juegos de palabras con el tamaño de sus cabellos.

A mí me parece, metiendo mi cuchareta en un asunto tan espinoso, que la criatura más vanidosa de la creación es el hombre macho cabrio, señor del universo, varón de pelo en pecho, o como ustedes prefieran calificarlo. El pavo real se pavonea--como corresponde a un pavo que se respete--y la mujer no hace esfuerzo alguno por esconder sus afeites y maquillajes. Antes bien, los pregona, se ufana de ellos, se acicala hasta para dormir.

El varón, en cambio, es un vanidoso vergonzante. Se pone unguentos y pomadas, pero lo niega, y ya hay revistas que anuncian los prodigios de ciertas cremas para señores. Remito a los pocos lectores que me quedan a que vayan una tarde de estas, haciéndose los distraidos, al Capitolio Nacional. Allí podrán ver, si son perspicaces, a un par de congresistas que ocultan inocentemente sus calvas bajo unos horribles peluquines.

Pero la arrogancia masculina se manifiesta con soberbia no sólo en el terreno de los perfumes y mascarillas sino, por encima de todo, en las arenas movedizas del amor. No he conocido todavía al primer hombre que no se considere a sí mismo como el mejor amante del mundo. Caballeros que a duras penas alcanzan para una fugaz aventura de viernes, sacan pecho como si fueran un árbol de mesana. Pregonan sus proezas a los cuatro vientos. Pero las mujeres, que tienen un ojo clínico para descubrir a los farsantes, los miran con una sonrisa de lástima.

La edad, como decía Bernard, debería poner las cosas en su sitio y enseñarnos que hay ciertas maromas de alcoba que no son buenas para el reumatismo, los riñones y la espalda. Confieso sin sonrojarme que a mí la vejez ha ido sofocándome los ánimos y aquietándome el ímpetu.
Cuando yo tenía quince años mientras caminaba por una callejuela colonial de Cartagena, descubrí que una muchacha rubia y pálida--cuyo nombre supe después y no he olvidado jamás- me estaba mirando. La miré con aire sobrador. "Esta--pensé para mis adentros--está muerta de ganas de que yo la lleve a mantiné el domingo".

Diez años después, una señora espigada me hizo un gesto amable en una fiesta en Bogotá.
Me salió a flote, otra vez, el macho soberbio. "Espera que yo la lleve a un hotel de Melgar el fin de semana". Y le devolví una ráfaga de desprecio.

Cuando me fui acercando al borde de los cuarenta años, en que la vida es tan loca que a uno se le cae el pelo pero le salen espinillas, comencé a tener de las mujeres un idea estrambótica.
Supuse que todas ellas caen rendidas a los pies de un cuarentón de barba blanca que sabe recitar poemas junto a una oreja enamorada.

Pero ayer la realidad puso las cosas en su sitio. Estaba yo en una esquina, echando cháchara con unos compañeros, y desde la acera de enfrente una niña hermosa, en la flor de la vida, me saludó con la mano en alto. De inmediato pensé: "Debe ser hija de algún amigo mio".

Entonces comprendí que Bernard tiene razón. El paso de los años, en el amor como en el atletismo, lo amortigua todo. La gran ventaja que nos llevan las mujeres es que ellas lo saben desde los tiempos del génesis, pero los hombres nos creemos listos y capaces de engañarlas. Somos unos majaderos.

Mi última y definitiva lección en estas materias, la aprendí hace dos años. Como un animal de cetrería, implacable y voraz, acosé a un muchacha sin darle tiempo ni para respirar. Se resistió, mientras pudo, a mis encantos.
Al fin, más por agotamiento que por convicción, me disparó el balazo: "Muy bien--dijo, con voz de arrullo. Te espero mañana, a las 8 de la noche, en mi apartamento .

A la hora señalada me fui a mi casa, a jugar con mi hija, a ver televisión, a que mi mujer me pusiera un remedio en el lumbago y a dormir a pierna suelta. Un mes después me encontré con la dama. "Me quedaste mal", me dijo muerta de la risa. "Señora mía --le contesté con solemnidad y franqueza--: le quedé mal para no correr el riesgo de quedarle peor" .

Lo demás son arrogancias masculinas. Chiquilladas de los hombres. Por eso, sin ambages, y más bien con alegría, a estas horas de la vida de lo unico que presumo es de mis sentimientos... --

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