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EL COSTEÑO

Semana
13 de junio de 1988

Algunas personas, de esas que tienen puntería para saber dónde es que le duele a uno, me toman el pelo diciéndome que yo no parezco costeño.
Llegan, incluso, a la desfachatez de afirmar que hablo como si hubiera nacido más acá de Calamar, entre los frailejones de algún páramo brumoso.

Hasta el punto de que una parienta mía, que se pasa de graciosa, dice que no puede ser costeño quien, como yo, no sabe nadar no sabe bailar, no come pescado... y trabaja. Vayamos por partes, empezando por el final, para responder con enjundia ese intolerable memorial de agravios.

En cuanto a esa mítica pereza costeña, que en Bogotá han convertido en otra institución nacional, como el café y las esmeraldas, no creo que valga la pena volver a detenerse en ella, por cuanto desde esta misma página he desvirtuado semejante infundio con fiereza felina.

En esa materia específica baste, por ahora, con desafiar a estos andinos, que duermen a pierna suelta hasta las ocho de la mañana, regodeándose en un clima sabroso y benigno, a que se levanten a las seis y se dediquen a recoger algodón desde esa hora, con el espinazo torcido bajo el sol implacable de las llanuras ardientes del Cesar. O a que se metan a la medianoche. perseguidos por una flotilla acorazada de mosquitos, a desespigar las matas de arroz en las tierras pantanosas del Sinú, con el barro a la cintura.

Pasemos, más bien, a otro tema, menos baladi y elemental. Lo confieso sin ambages y casi que con satisfacción: no sé bailar. Ni me importa. Soy de los que piensan que la música es un solaz para el espíritu antes que un cosquilleo en los talones.

Me apasiona la musica costeña. El baile no. El corazón me suena como corneta de buque cuando oigo a Toño Fernández con sus gaiteros de San Jacinto interpretando la historia de los tragos que se tomaba Silvestre, aunque su novia le decía que no bebiera. Vientos de buenaventura soplan sobre las praderas de mi alma cuando la Banda Central de San Pelayo revienta con un porro palitiao a los compases de mi compadre Roque Guzmán, que iba en su caballo por el camino de Manguelito. O cuando Escalona tararea, entre amigos, la estrofa secreta de "La Patillalera", que sólo nos sabemos el y yo.

A mí no me descrestan los maromeros de las pistas de baile desde una vez que me pegaron un susto inolvidable en Valledupar.
Estábamos en la Plaza Alfonso López, comiendo raspado de limón, cuando la gente empezó a correr como una estampida. Hubo magulladuras y sofocación.
Pensé que era un incendio.
Quizás estaba temblando. Hasta que alguien tuvo piedad de mí y me gritó: "Corre, hermano mío, que en la casa de Alvaro Araújo hay un tipo bailando un vallenato!". El vallenato no se baila por la misma razón que no se bailan los libros ni las crónicas de los periódicos.

No como pescado. Es verdad.
Cuando yo vivía en San Bernardo del Viento, nos íbamos con Chelito y Ma Rebe a pescar escondidos en las barrancas del rio. Fue esa la época en que comi pescado tres veces al día, con bollo limpio y tajaditas de plátano, durante más de dos años. Pero es que se trataba de bocachicos jugosos, frescos, que se dejaban freir con los ojos abiertos.

El otro día, en cambio, pedi un bocachico en un restaurante de Barranquilla y tuve que cambiarlo por carne asada porque me supo a tierra: la contaminación de los ríos, y especialmente la sedimentación, está acabando con el pescado. Y, como si fuera poco, lo que venden en Bogotá, con e! nombre de "pescado", es un pedazo de cartón despintado, jipato e insípido, congelado durante diez días en las neveras de los supermercados.

Tampoco sé nadar. Porque respeto el mar majestuoso, la obra mas perfecta de Dios. No puedo reducirlo, en consecuencia, a la triste condición de bañera. El mar es un portento, no una regadera.
Los campesinos de mi tierra dicen que el mar se hizo para los barcos y los tiburones, no para la gente. Patear el agua, y chapalearla a brazadas, es un irrespeto a la Divina Providencia. Antes que verlo, como buzo impertinente, prefiero soñarlo y ensoñarlo con la imaginación.

De modo, pues, que desconfíen ustedes de esa gente que grita sin necesidad para que los otros sepan que son costeños. La verdadera costeñidad --¡qué palabra tan maluca!-no se lleva por fuera, como la ropa, sino por dentro, como las entrañas. El costeño más genuino que he visto en mi vida es un hombre taciturno, con cara de bobo, que tocaba el violín en un parque, callado y reflexivo, que nunca alzó la voz. Hasta que, al cabo de medio siglo, y haciéndose el pendejo, se quedó con la mujer que quería. Se llama Florentino Ariza y lo encontrarán ustedes en las páginas de "El amor en los tiempos del cólera".

Costeño verdadero no es el que escandaliza más sino el que siente que se le sale un lagrimón al ver un alcatraz perdido entre el cielo de Cartagena, mientras el sol rojo de las cinco de la tarde se ahoga de cabeza en el mar. Por mí pueden irse a la mierda el pescado y el baile, mientras siga sintiendo en la nariz el olor del salitre...--

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