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Uribe y Chávez, una estatua

¿Y a qué vienen los dos ejemplos? Ambos constatan que erigir o derribar monumentos, en especial si son de bronce, resulta más fácil al ser huecos por dentro.

Poly Martínez, Poly Martínez
10 de mayo de 2017

La primera erigida en público fue de 2,20 metros de altura y 330 kilos, su peso en bronce. Llegó en julio de 2013 a una plaza en Mérida, pocos meses después de la muerte del presidente Chávez. En mayo de ese año, Rusia ya le había obsequiado al gobierno venezolano un busto del comandante para perpetuar su presencia en el Palacio de Miraflores. Poco a poco empezó a aparecer en otras plazas, en espacios públicos, parques y recintos gubernamentales.

La primera que cayó en público la vimos rodar el viernes pasado. Jóvenes de Rosario de Perijá arrancaron a Chávez de su pedestal y sin mayor problema, pero con contundencia, lo lanzaron varias veces contra el suelo hasta borrar su figura.

Pero esa no fue la primera vez que la imagen del líder venezolano fue agredida y desmontada. El pasado 25 de abril otro Chávez de cuerpo entero recibió la rabia y la impotencia de algunos habitantes de Mariara, quienes lo quemaron y destruyeron. Y por estos días Ureña amaneció sin el busto del comandante. Poco a poco va perdiendo su lugar.

Siempre resulta violento ver caer estatuas. Lenin amarrado de pies a cabeza, jalado por carros y gente hasta llevarlo a saltar de su pedestal no una sino ciento de veces y en distintas ciudades, incluida la distante Ulán Bator. Stalin arrancado de la plaza central de Gori, punto final del proceso oficial para borrar su huella, iniciado en 1956 y con cierre en 2010, justo allí en su ciudad natal. Sadam Husein ahorcado en el Paraíso, sus 10 metros colgando de una polea y sofocado con una bandera de Estados Unidos que le cubre la cabeza, dando una sensación de ahogo que bien podría resumir en esa plaza central de Bagdad su propio régimen de excesos y torturas. Y Francisco Franco a caballo, símbolo y figura de la dictadura, salió del último espacio púbico español en 2008, cuando finalmente fue retirado de la plaza del Ayuntamiento de Santander. Hasta el propio Cristóbal Colón, acusado por algunos de ser el primer imperialista, ha recibido pica, mazo y pata en varios países de América Latina.

Populistas, radicales de izquierda y derecha han puesto y derrocado estatuas como parte de esa batalla de símbolos y consignas con las que pretenden la refundación del universo a su imagen y semejanza. Pero al caer los regímenes caen sus estatuas. Doblegarlas y mutilarlas es una forma de hacer trizas no solo la imagen del personaje sino de paso todo aquello que representa. Es profanar el poder repudiado, bajarlo al piso, manosearlo para sacarlo de esas alturas intocables e invencibles. Es la última estocada, pero sin sangre, para acabar con el culto a la personalidad.

Fidel Castro fue hábil en pedir que no se le rindiera culto una vez muerto (¿suficiente el recibido en vida?), tal vez para no quedar atrapado en una estatua que eventualmente, en el mejor de los casos, terminara desmontada y archivada en algún depósito de algún ministerio o fundida como chatarra.

El pasado fin de semana hubo dos sucesos muy conectados aunque a primera vista parezcan diametralmente opuestos: la caída de la estatua de Chávez y la pretendida elevación del expresidente Uribe a un pedestal por cuenta del discurso rocambolesco de la senadora Paloma Valencia: “(…) Arriba, en el mástil, está la figura del presidente Uribe, que a veces lo veo de bronce, presidente, porque usted brilla cada vez que le da el sol”.

¿Y a qué vienen los dos ejemplos? Ambos constatan que erigir o derribar estatuas, en especial si son de bronce, resulta más fácil porque son huecas por dentro.

En Twitter: @Polymarti

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