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Enrique Gómez Martínez Columna Semana

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Esto no empezó con Petro

Una parte de la problemática actual no nace con Petro. Esto viene de antes.

19 de febrero de 2024

Hemos construido una democracia con un excesivo protagonismo del Estado en el desarrollo económico de la mano de un acendrado presidencialismo y un odioso y poco eficaz centralismo fiscal.

Décadas de cepalismo a ultranza, la adopción tropical de los ideales del Estado, bienestar y la captura de la regulación estatal por intereses especiales, han marcado la interacción de nuestro Estado con la economía. Una receta explosiva que mezcló ingredientes tóxicos y adictivos.

Esta visión de un Estado paternalista e intervencionista, en lo regulatorio y lo fiscal, propició un perverso populismo fiscal, laboral e industrial. Bajo la premisa de que el Estado lo puede todo y lo debe todo, vivimos en un asistencialismo profundo, con más de 43 programas que implican en su mayoría aportes monetarios o créditos de fomento no condicionados y que nunca son auditados de manera transparente en sus efectos. Se inician, algunos se abandonan y la mayoría se quedan vivos en las sombras de la burocracia que los administra, y se vuelven “indispensables” en un universo de cobardía política o instrumentalización electoral. Un subsidio nunca muere en Colombia: genera burocracia, eliminarlo implica pelear con alguien y la mayoría de las veces su reparto favorece las maquinarias de las casas políticas en el Congreso y las regiones.

En lo laboral, este paternalismo nos ha dejado con un régimen laboral insostenible que impide la competitividad nacional, destruyó nuestra capacidad exportadora de valor agregado, ha fomentado una inequitativa informalidad, que de paso devora nuestra seguridad social, y deja una lamentable productividad de nuestra mano de obra.

En lo industrial, el propósito de intervención estatal ultraconcentrado en el presidencialismo institucional ha vuelto adictos a nuestros empresarios a la ayuda del Estado o les ha abierto las puertas a intereses especiales para crear desde el Estado mismo rentas atadas que distorsionan muchas actividades esenciales y le siguen restando ampliamente competitividad a nuestra economía.

El presidencialismo, con el que resultaba cómodo y rápido operar el estatismo, no solo da un poder insospechado al Gobierno en muchos frentes. Genera una cultura de indecisión y mediocridad que deforma el poder Ejecutivo. Si algo es cierto, es que el nivel central del Estado colombiano crece de manera solo proporcional a su ineficacia material para lograr tanto sus fines esenciales (justicia, seguridad, competitividad, educación de calidad, infraestructura y servicios baratos) como todos aquellos fines accesorios que en nombre de miles de banderas y causas ha decidido intervenir con mínima eficacia para el enervamiento de las poblaciones que costean al Estado y que reciben de este constantemente promesas vacías.

El centralismo fiscal, renacido en la pos-Constitución de 1991, fue la respuesta facilista del presidencialismo a los primigenios descalabros financieros de la descentralización política y administrativa perfeccionada en esa misma Constitución.

Una respuesta cínica en la medida en que el nivel central nunca renunció a muchas de las competencias que al tiempo entregaba a los entes territoriales, generando una novedosa fronda burocrática, sino que además retornaba un inusitado poder de intervención del nivel central sobre los municipios y departamentos.

Por ello, la construcción de herramientas y perfiles de servicio civil que aseguraran una mayor eficacia del poder del Estado en lo local nunca ha sido una prioridad política en el país. La alternativa para los políticos es mucho más sabrosa: poco control del gasto y crecimiento desaforado de plantas provisionales y contratistas con los cuales se afinca el poder político de la dinastía de turno. Y en lo nacional, como lo sufre Colombia ahora, un presidente perverso e inmoral como Petro lo puede usar para doblegar departamentos, capitales y municipios como castigo frente a la diferencia ideológica.

Sin duda, algunas limitaciones al poder presidencial de la Constitución del 91 han servido de mucho para evitar que estas tendencias destruyan al país. La independencia del Banco de la República, la repotenciación del rol del Congreso y la limitación de las facultades extraordinarias, entre otras, son responsables en medida importante del fortalecimiento de nuestras instituciones y de la hoy añorada estabilidad macroeconómica.

Pero no bastan. El espíritu nacional empresarial debe liberarse de la sujeción al Estado.

Un ejemplo claro es la crisis de la construcción. Si el Gobierno Petro, intencionalmente, desmontó Mi Casa Ya con efectos demoledores, unamos rápidamente propósitos en el sector financiero y de administradoras de fondos de pensiones para suplir los aportes estatales con titularizaciones hipotecarias especiales y de largo plazo que les permitan voluntariamente a los ahorradores entrar a apoyar a los cientos de miles de familias que siguen soñando con su vivienda propia: un fondo Colombia de adscripción voluntaria que a mínimo costo les permita a nuestras administradoras de pensiones suplir al Estado roñoso e ineficaz. Reiniciemos con nuestros ahorros este principalísimo motor de la economía para el beneficio común y no le paremos tantas bolas a Petro.

¡Claro que podemos y no necesitamos de papá Estado para hacerlo!

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