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Hacinamiento y privatización de las cárceles: lecciones de la experiencia chilena

Esta es la cuarta entrega de una serie de columnas sobre el sistema carcelario en Colombia y los derechos de las personas privadas de la libertad.

Semana
17 de octubre de 2011

Colombia se ha enfrentado al hacinamiento de los centros carcelarios durante décadas y ha pretendido resolverlo con la construcción de nuevas prisiones. Se construyen nuevas cárceles para llenarlas y volver a hacinarlas. Esta amarga lección no se aprende y ahora se profundiza introduciendo al sector privado a la ecuación.

A lo largo de la última década los gobiernos de turno apostaron por una política de ampliación de la infraestructura carcelaria y de endurecimiento de las penas de prisión, teniendo como resultado un aumento constante de la sobrepoblación en los penales y, de contera, un clima favorable para la violación de los derechos de los reclusos.

Ante la imposibilidad de seguir destinando recursos públicos para la construcción de nuevas cárceles, los últimos gobiernos han decidido entregar a manos privadas concesiones de servicios para la ejecución de la pena. Todo ello en el máximo nivel de reserva y sin que medie un debate público acerca de la conveniencia de esta decisión.

Primero se entregaron los servicios de alimentación, luego los de salud y, por último, se avanzó en la implementación de brazaletes electrónicos para la ejecución de las medidas más blandas de control punitivo. De este modo, los privados empezaron a formar parte de la ejecución de la función estatal de castigar a los delincuentes y poco a poco impusieron la lógica mercantil en el funcionamiento del sistema penal.
 
Estas experiencias no son para nada satisfactorias, y mucho menos sirven para optimizar la prestación de los servicios y la reducción del gasto público, como aseguraron sus promotores. Por el contrario, han sido el caldo de cultivo para la corrupción y el desgreño administrativo, como puede comprobarse con los frecuentes escándalos y las investigaciones de la Contraloría General sobre la administración de los brazaletes electrónicos.

Ahora el gobierno Santos da un paso más para la privatización del castigo penal. Como parte de su agenda legislativa impulsa una serie de reformas normativas con el fin de extender la participación de la empresa privada en el diseño, construcción y administración de nuevos establecimientos penitenciarios y su posterior transferencia al Estado. Este no es un invento reciente y mucho menos ingenuo.

En América Latina la experiencia con esta tendencia es agridulce. Impulsados por el lobby de algunas empresas internacionales (grupo GEO, Corrections Corporation of América, Serco, Magagement and Training Corporation, el Grupo 4 Securicor y Sodexho), algunos gobiernos como Costa Rica, Perú, Argentina, Brasil y Chile han decidido entregar la ejecución de la privación de la libertad al mercado. De todas estas experiencias, el gobierno de Santos parece haberse decantado por el modelo de concesiones chileno, que conviene revisar rápidamente para examinar sus bondades.

Entre 1998 y 2009 la población penitenciaria de Chile pasó de 60.990 internos a 106.877, lo que representa un crecimiento del 75%. Este aumento se debió, entre otros factores, a la entrada en vigencia de la reforma procesal penal, el endurecimiento de las penas respecto de ciertos delitos, y la promulgación de una serie de leyes tendientes a incentivar los mecanismos de autoincriminación, que produjeron la aceleración de los procesos, el aumento de las condenas, y el crecimiento del uso de la detención preventiva.

Ante la falta de recursos, el gobierno de Ricardo Lagos decidió crear un proyecto de modernización del sistema carcelario con el fin de enfrentar la sobrepoblación. Este proyecto contemplaba la construcción, equipamiento y mantenimiento de diez nuevas cárceles de mediana y alta seguridad con una inversión pública cercana a los 280 millones de dólares, con el fin de generar 16.000 nuevas plazas.

De acuerdo con el viceministro de Justicia del gobierno Lagos, el Programa de Infraestructura Penitenciaria Concesionada consiste en que “el privado se hace responsable por el diseño, construcción y servicios del establecimiento (servicios de atención de salud, reinserción social, mantención equipo de seguridad, mantención infraestructura, aseo, alimentación, lavandería y control de plagas) y el Estado por su parte se encarga de la seguridad y vigilancia del penal”. Este proceso de concesión tiene una duración de 20 años y al terminar este período de contrato pasa a manos del Estado (transferencia) con la posibilidad de re-licitar si se estima conveniente.

Pero, ¿y en qué consiste el negocio, por qué razón es tan lucrativo? Muy sencillo. El Estado deberá pagar tres clases de subsidios a las empresas concesionarias: un subsidio fijo por construcción (pagadero en cuotas iguales semestrales durante 10 años); un subsidio fijo por operación (pagadero durante los 20 años del plazo de concesión); y un pago variable según número de internos del período respectivo. Este esquema representa una ganancia asegurada, en la que los recursos públicos que se invierten en edificios lucran a empresarios privados, y no benefician de manera directa a los reclusos.
 
A pesar de las promesas de que la entrada del sector privado mejoraría la situación de las cárceles en el país austral y de los eslóganes publicitarios de la Sociedad Concesionaria BAS S.A. (Besalco, Astaldi y Sodexo, una alianza chileno-italo-francesa), ello no fue así. Recientes estudios han demostrados que las cárceles privadas no redujeron los costos para el sistema público, ya que el costo diario por interno subió. (En 2004 el sistema público gastaba 11 dólares por interno y esta cifra aumentó a 35 en el sistema público- privado).
 
Por otra parte, los suicidios aumentaron en estos centros por la pérdida del sentido de comunidad, el cambio de las relaciones de poder, y la dificultad de las visitas en los establecimientos más apartados. Finalmente, la capacidad total de los establecimientos fue copada muy rápidamente, al punto que la Gendarmería– órgano rector de las prisiones en Chile - es consciente que si la población reclusa sigue aumentando de manera sostenida como sucedió en la última década, para 2013 nuevamente habrá un déficit de más de 2.000 plazas.
 
Un hecho de especial importancia fue que una comisión parlamentaria en 2007 abrió una investigación por los graves problemas de construcción, el incumplimiento de estándares legales y los atrasos en las entregas de varios nuevos establecimientos. Las empresas concesionarias arguyeron la necesidad de incrementar los valores del contrato de concesión debido a un aumento en los costos de construcción y equipamiento. Mientras esto sucedía, los contribuyentes chilenos sufrieron millonarias pérdidas de dinero y el hacinamiento del sistema penitenciario no se redujo.

El Estado colombiano está a tiempo de aprender de estos errores y de revisar su política penitenciaria para evitar que los centros carcelarios del país continúen facilitando la violación de los derechos humanos. Es necesario que se evalúen y discutan públicamente los costos éticos, sociales, políticos y económicos de privatizar las cárceles. Hay algunos asuntos que el dinero no debería poder comprar. Uno de ellos es la administración del dolor por parte de la justicia penal.
 
*Socio fundador e investigador, Corporación Punto de Vista

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