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La disputa sobre la Jurisdicción de Paz

Ante la confusión reinante vale la pena un esfuerzo de interpretación imparcial realizado, como decían los antiguos juristas, “sine ira et studio”.

Semana.Com
11 de marzo de 2016

Sobre las conveniencias políticas caben múltiples posiciones en función de preferencias personales que, en última instancia, tienen un elevado componente emocional. No existen, en efecto, razones que expliquen por qué adherimos a un partido y no a otro; menos aún para justificar nuestra forma de entender la libertad o la justicia. Esta vaguedad insoluble justifica la democracia: profesamos diferentes convicciones, sin que ninguna pueda proclamarse verdadera frente a las demás que, por lo tanto, serian falsas. Y al mismo tiempo, explica sus limitaciones: sobre el núcleo duro de esas creencias somos inmunes a los argumentos contrarios por buenos que ellos sean. No hay diálogo democrático que valga para hacernos vacilar sobre nuestras más sólidas convicciones.

Pero si se trata de interpretar un texto cualquiera, en este caso los alcances del acuerdo sobre la Jurisdicción Especial de Paz, JEP, tiene que ser posible un consenso de buena fe entre la comunidad de quienes leen. Aunque impreciso el lenguaje humano, por oposición al de la lógica o las matemáticas, es capaz de comunicar mensajes cuyo sentido nos resulta de ordinario claro. Cuestión diferente y debatible por su índole política es que aquello que todos entendemos nos parezca conveniente para Colombia.

1. La nuez del disenso interpretativo

Ilustres personalidades, entre ellas los presidentes Santos y Pastrana, han debatido sobre los alcances del acuerdo sobre la JEP. Desde la orilla crítica se señala, entre otras cosas que el organismo que se pretende crear es un verdadero “monstruo” que devoraría la Constitución, la justicia ordinaria en materia penal, y cuya creación usurparía las potestades del Congreso, la Fiscalía y otros órganos del Estado. El Gobierno ha negado de plano esas acusaciones. ¿Quién tiene razón?

2. El contexto en el que transcurre el debate

En la larga historia de las confrontaciones armadas de Colombia, desde las guerras civiles del siglo XIX hasta el periodo que conocemos como de la “Violencia” a mediados del XX, no fue materia de disputa la legitimidad del Estado sino la de una determinada élite para gobernar. Los vencedores siempre mantuvieron el modelo político con retoques marginales sobre los grados de poder del gobierno central, el papel de la Iglesia Católica y poco más.

La situación cambió con el surgimiento de las guerrillas de origen comunista que la guerra fría y el triunfo de la revolución cubana hicieron posibles. Finalizada aquella y habiendo desistido Cuba de su pretensión de exportar su revolución, con diferencias de matiz en los distintos países de América Latina las guerrillas fueron asimiladas por el sistema político. Tanto fue así que varios dirigentes suyos han llegado al poder por medios democráticos.

El ocaso de los movimientos guerrillero sucedió en Colombia con las excepciones notables de las Farc y el Eln que se mantienen en armas y no ceden en su rechazo categórico al sistema político y a sus instituciones. Cuando se compara la retórica de aquellas durante el fallido proceso adelantado durante la administración Pastrana con la que en la actualidad despliegan se percibe una rigurosa coherencia. A veces no parecen dispuestas a entrar al orden político y social sino a transformarlo como requisito previo para firmar el fin del conflicto.

Esta actitud maximalista se advierte a cabalidad en su posición sobre la  justicia transicional: “Lo que rechazamos son normas penales diseñadas para un solo destinatario -derecho penal del enemigo-, presentadas unilateralmente por el Gobierno ante el Congreso y la Corte Constitucional sin tener en cuenta, en absoluto, la opinión de sus interlocutores de paz en la Mesa, sabiendo de antemano que el Estado no puede ser juez y parte al mismo tiempo, y mucho menos cuando el Ius puniendi o atribución de los estados para sancionar, colapsó por motivo de la impunidad de los crímenes de Estado”.

El análisis del documento que contiene la Jurisdicción Especial de Paz, JEP, permite pensar, por las razones que expondré enseguida, que las FARC han tenido éxito, parcial pero significativo, en el repudio de la Constitución y las leyes de Colombia.  Corrobora esta tesis que el Congreso no haya expedido las leyes estatutarias que debían desarrollar el “Marco Jurídico para la Paz”: lo que fue concebido como ejercicio de la soberanía del Estado vendrá a ser producto de un pacto con la guerrilla, así su fuerza vinculante dependa de que el Plebiscito se imponga en las urnas y de que el Congreso lo adopte como norma estatal.

3. El derecho aplicable por la Jurisdicción de Paz

Ahora, a lo que vinimos. Según numeral 4º del Acuerdo, “El Estado tiene autonomía para conformar jurisdicciones o sistemas jurídicos especiales, derivado de lo establecido en la Carta de las Naciones Unidas sobre la soberanía y libre autodeterminación de las naciones, y de lo establecido en los Principios del Derecho Internacional, incluido el Derecho Internacional Humanitario, el Derecho Internacional de los Derechos Humanos y el Derecho Internacional Penal”. Reitera el numeral 19 que “los marcos jurídicos de referencia incluyen principalmente el Derecho Internacional en materia de derechos humanos (DIDH) y el Derecho Internacional Humanitario (DIH)”.

Aun cuando por la vía de los tratados internacionales el Derecho Internacional se convierte en derecho interno, llama la atención que se omita mencionar a la Constitución de Colombia entre las fuentes jurídicas que aplicará la JEP. ¡Es que ella contempla las garantías fundamentales a la libertad ciudadana, la legalidad del delito y la pena, y el debido proceso! Tampoco se mencionan como derecho aplicable los códigos Penal y de Procedimiento Penal.

Estas omisiones constituyen indicio elocuente del rechazo exitoso de las Farc al “derecho del enemigo”. Razones muy poderosas, aún no explicadas, debieron conducir a nuestro equipo negociador a aceptar este esquema que carece de antecedentes en la historia de la República.

4. Incertidumbre sobre los factores determinantes de la responsabilidad penal en razón del conflicto armado

Según el numeral 32. “El componente de justicia del Sistema Integral de verdad, justicia, reparación, y no repetición se aplicará a todos los que participaron de manera directa o indirecta en el conflicto armado”.  No contiene el acuerdo -tampoco la legislación nacional- regla alguna para definir el concepto de participación indirecta para efectos penales. Es un grave factor de incertidumbre.

Igualmente, las partes no han definido -y al parecer no lo harán- cuándo comenzó el conflicto. Decir que ha durado “más de 50 años” sirve para alimentar el discurso político, pero no para definir quiénes serían llamados a rendir cuentas ante un sistema judicial que puede imponer penas de cárcel por periodos dilatados y que puede desplazar ad libitum a la jurisdicción penal ordinaria.

5. Sustitución parcial del Congreso por la JEP

Dice la Constitución, art. 29: “Nadie podrá ser juzgado sino conforme a leyes preexistentes al acto que se le imputa, ante juez o tribunal competente y con observancia de la plenitud de las formas propias de cada juicio”. Esto significa que el legislador debe (i) definir de manera clara, concreta e inequívoca las conductas reprobadas, (ii)  señalar anticipadamente las respectivas sanciones, así como (iii) la definición de las autoridades competentes y (iv) el establecimiento de las reglas sustantivas y procesales aplicables, todo ello en aras de garantizar un debido proceso.

¿Satisface el acuerdo estas exigencias constitucionales? Sólo parcialmente. Veamos:

Las conductas punibles han sido definidas con antelación por el Derecho Internacional aplicable en Colombia como suscriptor o adherente de los tratados que lo contienen. Además, esas mismas conductas se encuentran contempladas en la legislación penal.

Sin embargo, al parecer a los integrantes de las Farc no se les aplicará el Derecho Penal del Estado. Es lo que se deduce del numeral 59: “Respecto a la responsabilidad de los integrantes de las FARC-EP se tendrá en cuenta como referente jurídico el Derecho Internacional Humanitario, el Derecho Internacional de los Derechos Humanos y el Derecho Internacional Penal”. Este tratamiento penal excepcional para unos responsables del conflicto y no para otros no es fácil de armonizar con el principio de igualdad ante la ley (Constitución, art 13).

Con relación a las penas aplicables a quienes ofrezcan tempranamente “verdad y reparación” (53, b), está pactado que se incluirán en el “Listado de sanciones” que fijará la JEP (53, c).  Esas sanciones no serán privativas de la libertad aunque implicarán restricciones a la misma que ese mismo organismo establecerá (60). Además, se invocan unas “normas de desarrollo” aún desconocidas para graduar las penas privativas de la libertad cuando ellas procedan. Salvo que el Congreso más adelante defina con claridad las penas aplicables en cada caso, estas estipulaciones no son congruentes con la Carta Política.

El requisito de establecimiento por ley  de las autoridades judiciales competentes -en este caso de la JEP- quedaría cumplido por la vía de una ley tramitada, como lo pretende el Gobierno, por la vía rápida del “Congresito”;  o, lo que es casi lo mismo, mediante el procedimiento legislativo ordinario el cual puede agilizarse mediante un mensaje de urgencia.

Consideremos ahora las reglas de procedimiento judicial que deben ser congruentes con el derecho fundamental al debido proceso. El Acuerdo (14) establece los principios que cualquier código procesal democrático debe contener: protección del derecho de defensa, presunción de inocencia, imparcialidad de los jueces, doble instancia, etc. Pero no se establecen reglas procesales; entendemos que la JEP las definiría (45). Tal propósito no puede satisfacerse bajo el mandato contenido en el artículo 29 de la Carta.

6. La radical autonomía de la JEP

Está estipulado que existirá una “Unidad de Investigación y Acusación” que hará parte de la estructura de la JEP (46, e), la cual cumplirá funciones que, en la actualidad, están asignadas a la Fiscalía General de la Nación. A ella corresponde: “(…) adelantar el ejercicio de la acción penal y realizar la investigación de los hechos que revistan las características de un delito que lleguen a su conocimiento (…) (Const. Art. 250). Cierto es que el Acuerdo le asigna algunas responsabilidades, pero ellas serían, apenas, de apoyo y colaboración (48). Es decir: la Fiscalía, que es en la actualidad el responsable primordial de instrucción de los procesos penales, perdería esa calidad con relación a los crímenes respecto de los cuales la JEP decida asumir competencia.  

De otro lado, “El Estado garantizará la autonomía administrativa y la suficiencia y autonomía presupuestal del [sistema] en especial del componente de justicia” (16). Las implicaciones son evidentes: la JEP no quedará sometida al Consejo de Gobierno Judicial creado, mediante reforma constitucional, hace unos pocos meses. Tampoco su presupuesto hará parte del general de la rama judicial, tal como se estableció en la Carta de 1991.   

7. ¿Es la JEP la necesaria alternativa a un Tribunal impuesto por la comunidad internacional?

Según puede leerse en El Tiempo, “El Jefe de Estado dejo´ claro que de no haberse dado este acuerdo con las Farc, que se basa en los parámetros de la justicia transicional, la opción que quedaba era la imposición de un tribunal extranjero como ya ha sucedido en otros países”. Quizás el Presidente no tenga razón si esto fue lo que dijo (me resisto a creerlo).

En realidad, teníamos la opción plasmada en la Constitución por iniciativa del actual gobierno: el llamado Marco Jurídico para la Paz, cuyo desarrollo debió realizarse por el Congreso. No fue así porque las Farc rechazaron de plano esa posibilidad y el Gobierno, que mucho valora los objetivos que persigue en La Habana, encontró adecuado ceder en esa materia.

En cuanto a que la opción fuera un tribunal internacional ad hoc, hay que señalar que los precedentes son los de Nuremberg y Tokio, aplicados por los vencedores a los países derrotados en la Segunda Guerra Mundial; y los de la antigua Yugoslavia y Ruanda, establecidos por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para juzgar los crímenes cometidos en los territorios de Estados fallidos. No se ve de qué manera un riesgo de esta naturaleza pueda gravitar sobre Colombia. Y si existe es de tal gravedad que el Gobierno tendría que revelarlo.

8. Reflexiones finales

He omitido, por razones de espacio, otros temas importantes, tales como los de improcedencia de la extradición, la designación de magistrados del Tribunal de Paz  y la posibilidad de amnistías por delitos de tráfico de drogas y secuestro. Igualmente, las complejas cuestiones de logística y financiamiento que han comenzado a aflorar.  

Sin embargo, lo expuesto es suficiente para demostrar que los costos institucionales del texto firmado con la guerrilla son elevados. Cuestión diferente es que ellos se justifiquen en aras de superar, al menos con un sector de las Farc, la confrontación armada.  Ese es el debate que debemos adelantar con serenidad y rigor.

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