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La comisión de la verdad es una mentira

Las guerras son esencialmente brutales. Son decisiones de vida o muerte. Nadie sale bien librado cuando se conocen los detalles.

Alfonso Cuéllar, Alfonso Cuéllar
14 de julio de 2018

De todas las importaciones foráneas que contiene el extenso acuerdo de La Habana, quizás la más diabólica es la Comisión de la Verdad.  Son de esas cosas que parecen inofensivas y que es difícil de criticar. Más aún para quienes hemos sido educados bajo la enseñanza de Jesucristo de que “la verdad os hará libres”.

Esa es la principal promesa de las comisiones: que si desnudamos nuestra historia y, en particular, nuestros pecados, seremos más fuertes como sociedad.  Que solo así podremos avanzar. Que mientras subsistan esas heridas, no habrá sanación posible.  Y que el mejor vehículo para esta expiación colectiva es por medio de la publicación de un informe elaborado por expertos.

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Sin embargo, no hay estudio científico alguno que sustente esa hipótesis. Solo acólitos de experiencias anteriores, quienes, para la desgracia colombiana, fueron acogidos como profetas por los negociadores del gobierno y las Farc. Su influencia se nota desde el mismo nombre rimbombante que le pusieron a la versión criolla, con tres objetivos imposibles de cumplir: Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición.

De entrada, se presume que hay unas verdades absolutas e incontrovertibles, a las cuales se llega si uno escarba lo suficiente. Y que, al ser develadas y expuestas a la luz pública, tanto victimarios como víctimas aceptarán su veredicto y se evitará así que las nuevas generaciones recurran en prácticas similares.

Las guerras son esencialmente brutales. Son decisiones de vida o muerte. nadie sale bien librado cuando se conocen los detalles.

El reciente debate político en Polonia demuestra lo falaz de ese argumento. En marzo, el gobierno de Varsovia promulgó una ley que prohibía decir “campos de concentración polacos” e imponía penas de prisión a quienes de alguna manera culparan a Polonia de crímenes de la Alemania nazi. Si bien luego se suavizó la ley, el objetivo era evidente: minimizar la responsabilidad del pueblo polaco en el Holocausto judío. Que quedara claro, nuevamente, que Polonia fue víctima en la Segunda Guerra Mundial. Quieren reescribir la historia. No aceptan esa verdad que narra que había 3 millones de judíos en ese país que fueron asesinados, que no fue casualidad que los campos de exterminio se establecieran en el territorio, que muchos polacos participaron en las matanzas y otros fueran espectadores indiferentes. Casi nueve décadas después las heridas siguen igual de abiertas.

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No son los únicos. Japón aún hoy no reconoce su responsabilidad en las atrocidades que cometieron sus tropas en los años treinta y cuarenta del siglo XX. Políticamente, es muy difícil para un gobierno japonés asumir esa culpa.  En España, la propuesta de los socialistas de establecer una comisión para investigar la guerra civil y la dictadura de Franco ha generado un intenso debate.

Y no es por la falta de información o conocimiento de los hechos, sino por la interpretación de los mismos. Es imposible que no haya un sesgo. Las guerras son esencialmente brutales. Son decisiones de vida o muerte. Nadie sale bien librado cuando se conocen los detalles. Ni tampoco se facilita la convivencia, el segundo propósito loable de la comisión colombiana.

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Lo acabamos de ver esta semana con la reacción que generó su solicitud al Ministerio de Defensa para que remitiera toda la información reservada de las Fuerzas Armadas desde 1953, entre ella las miles de actividades de inteligencia y contrainteligencia, los datos entregados por desmovilizados y las órdenes de operaciones. Hubo estupor y consternación, no solo dentro del estamento militar, sino en partidos políticos, incluyendo la agrupación que apoyó al presidente electo. La preocupación es genuina: dudan de la imparcialidad de unos integrantes que fueron escogidos de una manera muy particular y temen que la versión que salga en el informe final sea imprecisa y parcializada.

Colombia está encartada con una Comisión de la Verdad que carece de amplio apoyo político y que lejos de reconciliarnos, nos divide. El peor de los mundos. ¿No sería mejor relegarla al cuarto de san Alejo de buenas intenciones?

Alfonso Cuéllar lee su columna: 

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