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La enfermedad de la realidad

Pero creo en la condición humana y tengo la convicción de que nos toca a todos construir uno nuevo, que espero sea mejor que el que teníamos.

María Jimena Duzán, María Jimena Duzán
21 de marzo de 2020

Le debo a mi hija Matilde el haberme reencontrado con Tucídides en estos días de pandemia, en que se frenó el mundo y en el que las cosas cambiaron tan drásticamente. Pareciera que el tiempo se hubiera disparado de manera irrefrenable.      

Matilde, que no pudo recibir en una ceremonia el título de filósofa por cuenta de la crisis del coronavirus, decidió hacer su trabajo final de pregrado sobre este historiador ateniense, quien en su Historia de la guerra del Peloponeso relató, con una precisión científica, lo que le sucedió a Atenas cuando fue azotada de manera intempestiva por una peste en el año 431 antes de Cristo.  

Sin saber lo que se nos venía, desde septiembre pasado, Matilde solía leernos por las mañanas mientras desayunábamos apartes del relato de Tucídides, quien supo en carne propia lo que era la peste porque la contrajo y sobrevivió a ella.

Sus descripciones sobre los síntomas y la manera como la peste se iba tomando el cuerpo hasta doblegarlo eran tan precisos y crudos que a veces nos tocaba decirle que suspendiera su lectura para que pudiéramos desayunar en paz. “Esta infección se engendraba primeramente en la cabeza y después discurría por todo el cuerpo. La vehemencia de la enfermedad se mostraba, en los que curaban, en las partes extremas del cuerpo porque descendía hasta las partes vergonzosas y a los pies y a las manos; algunos los perdían, otros perdían los ojos, y otros, cuando les dejaba el mal, habían perdido la memoria de todas las cosas y no conocían a sus deudos ni a sí mismos” (Th. II, 49-50).

Nunca pensé que este relato de hace más de dos siglos, tan cuidadosamente escrito por Tucídides, pudiera resultarme tan angustiosamente cercano, pero a la vez tan premonitorio.

Expertos en Tucídides, como Clifford Orwin, coinciden en decir que la gran valía de este historiador ateniense no es solo la descripción que hace de la peste, la cual registra para la historia, sino la manera como analiza sus consecuencias sociales y políticas.

Según Orwin, Tucídides muestra cómo la epidemia pone a los seres humanos en un estado de necesidad que los empuja a tomar decisiones desesperadas que en tiempos normales ni habrían tomado, ni habrían tenido que tomar. Es decir que la peste en Atenas no fue solo un problema de salud pública, sino que produjo unos efectos devastadores en la sociedad y en sus instituciones porque obligó a los seres a cambiar de manera drástica, impulsándolos incluso a la violencia, como afirma Jonathan J. Price.

En otras palabras, no es que seamos malos por naturaleza ni que tengamos el ADN de la violencia, sino que en situaciones de estrés severo, de incertidumbre, de no saber si vamos a vivir o a morir, se nos cambian radicalmente los valores que antes imperaban en la normalidad. Hoy, por ejemplo, la noción de futuro, que convivía en nuestras vidas y que dábamos por sentada, la tenemos embolatada.     

En Atenas, la situación de necesidad que engendró la peste trastocó las normas de convivencia, dejó sin piso las reglas e impuso una nueva moral basada más en la incertidumbre y en la satisfacción personal e inmediata.

La peste de Atenas le está hablando hoy a la pandemia del coronavirus, así en los tiempos de Tucídides no hubiera internet ni los avances de la ciencia. En Italia y en España muchos no hicieron caso a las autoridades que llamaron a la prevención y al aislamiento, y prefirieron abogar para que se mantuvieran abiertos el comercio y los lugares de esparcimiento. Hoy están sufriendo las consecuencias.

En Estados Unidos hasta el propio Donald Trump en pleno pico de la epidemia se dio el lujo de darle la mano en público a un político, en momentos en que ya la OMS había dado las indicaciones de que era mejor evitar este tipo de contactos. Un acto arrogante, más propio de las distopías. 

En Colombia el pánico terminó acabando con el papel higiénico y dejando sin tapabocas a los médicos, acciones irracionales, pero que, en estos momentos de gran incertidumbre y desasosiego, muchos las ven como racionales.

El presidente Duque, en lugar de hablar de la necesidad de limitar las salidas de la población de sus casas, inicialmente mandó a “adelantar las vacaciones”, con el consiguiente efecto de que muchos lo tomaron en serio y se fueron a descansar en lugar de confinarse en sus hogares. 

Los cambios radicales que están sucediendo en el mundo son los síntomas de una enfermedad más grave que esta pandemia y que la predijo Tucídides hace miles de años: la enfermedad de nuestra realidad, la que nos circunda todos los días y nos da las premisas básicas para caminar y seguir andando.

Unos dirán que esas premisas estaban mandadas a recoger –yo pienso eso–, otros las añorarán y querrán volver a ellas una vez hayamos salido de esta pandemia.

Yo creo que el mundo como lo conocimos ya cambió. 

Pero creo en la condición humana y tengo la convicción de que nos toca a todos construir uno nuevo, que espero sea mejor que el que teníamos.

En eso me diferencio de mi hija Matilde. Ella, que tiene 23 años, cree que el mundo se va a acabar y que no llegará a los 40.

Aclaración: en mi columna anterior dije que el suroccidente de Barranquilla estaba sin agua. Debo decir que esa información que me dieron mis fuentes no es la correcta. Sí hay agua, pero en algunos barrios el servicio es intermitente.