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La privatización de EPM

La empresa fue casi siempre manejada con el fin de optimizar el bienestar de los habitantes de Medellín. Ahora puede convertirse en botín para un político emergente y su clientela.

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
20 de agosto de 2020

El modelo económico previsto en la Carta Política es de naturaleza dual; es el que siguen muchos otros países democráticos: la actividad económica y la iniciativa privada son libres, y justamente por ello se estipula que la empresa es base del desarrollo y que el Estado tiene la obligación de estimularla. No obstante, este debe intervenir para garantizar la libre competencia y, por lo tanto, evitar abusos de posición dominante. En este contexto, la referencia implícita es a la empresa privada, no estatal.

El Estado no se reserva para sí ninguna actividad económica que los particulares puedan desempeñar, aunque se compromete a vigilar las actividades que implican la captación y movilización del ahorro financiero. Con relación a los servicios públicos señala que son inherentes a la finalidad social del Estado. No obstante, permite que los suministren entes estatales, mixtos o privados. Ese mismo esquema se adoptó con relación a la Seguridad Social. Fueron estos cambios significativos -adoptados en 1991- los que permitieron superar los monopolios estatales que hasta entonces padecimos. Los jóvenes quizás no valoren este cambio; no les tocó padecer a Telecom, el Seguro Social o la Caja Agraria, que fueron exponentes claros de corrupción e ineficiencia.

En la provisión de electricidad, el líder en Colombia siempre ha sido EPM, pero mientras las demás empresas del sector que operan en el mercado son privadas o mixtas, aquella sigue perteneciendo al municipio de Medellin. Las que decidieron acoger la participación de capital privado, lo hicieron por dos poderosas razones: fortalecer sus mecanismos de gobierno interno y, por lo tanto, mejorar su capacidad de acceso a los mercados financieros y de capitales. Mi ciudad se quedó en el viejo modelo convencida de que una tradición de décadas haciendo bien las cosas era garantía suficiente de que nada malo podría pasar. Y pasó.

Omitir la junta directiva para la adopción de decisiones trascendentales, tales como reformar el objeto social e iniciar cuantiosas acciones judiciales, puso de presente que una sola persona puede hacer con una empresa de esa importancia lo que a bien tenga, no importa que su estabilidad sea crucial para el país y financie la mayor proporción del presupuesto de inversión del municipio. El precedente es de enorme gravedad al margen de las razones, ojalá muy poderosas, para esas medidas. Podría, en efecto, tener sentido abrir nuevas áreas de actividad luego de un estudio riguroso de capacidad técnica, financiera y operacional, y de establecer posibilidades de competir con éxito en el mercado. Iniciar esos litigios, que bien pudieran ser necesarios para proteger el interés de la empresa, sin contar con la opinión de los directores, demuestra un desdén inusitado por unas personas técnicamente cualificadas y cuyas credenciales éticas, al menos de manera explícita, el alcalde no se atreve a cuestionar.

Es tal vez intrascendente que un puñado de columnistas digamos estas cosas mientras otros defienden la posición contraria. Lo importante son los mensajes de preocupación que han expresado las calificadoras de riesgo, los voceros de los tenedores de bonos y la manifestación de repudio del estamento directivo de la empresa por unas determinaciones que violan códigos de conducta que se han ido puliendo durante décadas. Ellos van mucho más allá de la dimensión jurídica en la que el alcalde se refugia. El Contralor General, que cuenta con un nuevo y poderoso herramental para proteger el patrimonio público, debería ordenar, si aún no lo ha hecho, una investigación a fin de establecer las consecuencias generadas por esas decisiones en el acceso y costo de los créditos que se necesitan en la compleja situación creada por los retrasos de Hidroiduango. Si esos efectos fueren adversos se presentaría un detrimento patrimonial; los platos rotos los pagaría el municipio con menores utilidades, los usuarios con mayores tarifas o probablemente ambos.

Debemos cerrar filas en torno a dos principios: (i) la empresa debe reinvertir la porción de sus utilidades anuales que sea necesaria para garantizar su sostenibilidad a largo plazo; (ii) la restante debe entregarse en su totalidad al propietario único de la entidad para que la incorpore en el presupuesto anual de la ciudad. Esto significa que la Empresa no puede asumir la obligación de financiar, y menos ejecutar, programas sociales que, en rigor, corresponden al municipio. No se olvide que la estrategia de Chávez para desmantelar a PDVESA consistió en obligarla a asumir tareas para las que no estaba preparada. La segunda -es importante señalarlo ahora, cuando todavía estamos a tiempo- consistió en expulsar sus cuadros administrativos y técnicos sustituyéndolos por esbirros.

Nada de lo que está sucediendo ocurre por torpeza y falta de experiencia. El alcalde Quintero es adalid de un modelo político alternativo que en muchos  países hemos visto fracasar. Lo revelan sus agresivas posturas durante la campaña contra EPM y las empresas privadas con sede en Medellín que tanto han contribuido al desarrollo nacional; en su insólita propuesta de traer médicos de Cuba para afrontar la pandemia; y en las manifestaciones que en el exterior se realizan contra el nuevo embajador nuestro en Canadá y antiguo gerente de EPM. La izquierda extrema le cobra su abnegación en el manejo de la crisis de Ituango; implícitamente supone que ella sucedió como consecuencia de un designio criminal suyo o de actos de gravísima negligencia, nada de lo cual está demostrado.

Hay que apelar al Consejo de Medellín, que no se puede dejar arrebatar, en beneficio de unos, lo que siempre fue de todos. Igualmente se impone respaldar la pronta puesta en marcha de una veeduría ciudadana de alto nivel técnico y moral que ayude a salvaguardar a EPM. Y pedir a las superintendencias de servicios públicos y financiera que desplieguen sus competencias en defensa del bien público. Sustituir una junta directiva por otra, no importa quienes la integren, por si solo nada resuelve.

Briznas poéticas.  Para mitigar el encierro, leamos a Emily Dickinson. ¡Cuántas flores mueren en el bosque / o se marchitan en la colina / sin el privilegio de saber / que son hermosas.