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LA SEMANITA DE GAVIRIA

Es mejor hablar clara y crudamente de la desconfianza de los colombianos por la eficacia de las autoridades.

Semana
4 de marzo de 1991

En escasos ocho días, que equivalen, en términos bíblicos, a en menos de lo que canta un gallo, al presidente Gaviria se le vino el mundo encima. Primero, la queridísima por los colombianos doña Nydia Quintero, lo responsabilizó bruscamente del asesinato de su hija.
Después una parte del país que escuchó su intervención televisada quedó con la sensación de que el Presidente le había entregado a Pablo Escobar parte sustancial del Estado de Derecho, con la expedición del nuevo decreto aclaratorio 303. Pero cuando la firma de este decreto que dispuso un tratamiento legal aún más benevolente para sus asesinos estaba todavía fresca, apareció el cadáver de doña Marina Montoya. Entre tanto, la efectividad de la fuerzas militares estaba de boca en boca, a medida que los colombianos ventilaban la duda fatal de si Diana Turbay había sido víctima de un operativo torpe.
Y para completar la semanita, el Presidente se prestó para el libreto preparado por el M-19 en el acto de la entrega de la espada de Bolívar, desatando la reprobación general.
El accidente mismo del asesinato de Diana intentaron explicarlo las autoridades de policía alegando que no era un operativo de rescate sino de choque. Pero finalmente no resultó siendo ni lo uno ni lo otro. Se perdió la vida de un rehén y se volaron prácticamente todos los ocupantes de la casa.
Cuando los ciudadanos de un país se ven obligados, por un lado a proteger su vida contra los intentos de hacer el mal de los delincuentes, y por el otro lado, de los intentos de hacer el bien por parte de las autoridades, es hora de bajarse del bus y cambiar urgentemente de ruta.
Sin embargo, que este replanteamiento de las formas de defensa de un Estado sea inaplazable, es una cosa. Y otra muy distinta que el Estado pueda legítimamente renunciar a su deber de velar por la vida de las personas, de lo que se deriva su obligación de intentar el rescate de ciudadanos secuestrados o hechos rehenes. Pero la desconfianza ante la eficacia de las autoridades ha llegado a tal punto, y es mejor decirlo crudamente, que los familiares de un secuestrado -como está sucediendo por docenas diariamente en Medellín le ocultan, aterrados, el hecho a las autoridades, o como en el caso de doña Nydia, acuden al Presidente para exigirle que prohíba cualquier intento de rescate.
Aún en este escenario, las espontáneas expresiones de doña Nydia, encendidas por la dolorosa introspección de su alma, no fueron justas con el Presidente. Al fin y al cabo, y eso es lo que más debe quedar en claro de este incidente, la verdadera causa de la tremenda muerte de Diana no fue el intento de rescate por parte de las autoridades, sin el permiso presidencial o con él, sino el hecho mismo de haber sido tomada como rehén. A Diana la mataron porque la secuestraron.
Este fue, objetivamente, el hecho que puso su vida en peligro, y en últimas, el escenario en el que se propició su muerte.
En cuanto a lo de que el Presidente entregó el Estado de Derecho... hay que admitir que la última reforma de los decretos de rebaja de penas plantea una gigantesca contradicción: la de que daría lo mismo que un delincuente se entregue hoy, mañana, pasado o dentro de un año, y que delinca dos, cuatro, seis ó 10 veces más. Sin embargo, siempre en búsqueda de facilitar el camino del sometimiento a la justicia por parte de los cabecillas del narcotráfico, haber tomado la decisión de anular la fecha límite para su entrega requiere más valor político que quedarse cruzado de brazos, haciéndose el duro. En cualquiera de los casos, es mejor crear las condiciones para acercar la entrega de Pablo Escobar que para dificultarla. Las reformas introducidas por el Decreto 303 equivalen entonces a aflojar el cabestro del Estado de Derecho para poder seguir apretándole las riendas. Controvertida o no, con esta nueva modificación de los decretos, el Presidente se la juega toda. Sencillamente, si Escobar se entrega Gaviria gana, y si no lo hace, pierde.
Lo que sí resulta por lo menos irónico es que de todas las cosas malas que le han llovido al Presidente en la última semana, de la única que debe estar arrepentido es de la de haber sido actor del sainete de la entrega de la espada de Bolívar. Los defensores del Presidente comparan su presencia en este acto con la que cumpliría, y de hecho ha cumplido, en cocteles parlamentarios o políticos, donde no entregan espadas sino que reparten afilados langostinos.
Pero la verdad es que con su presencia en este sui géneris coctel del M-19, el Presidente quedó pagando, en nombre del Gobierno y en el de nosotros, los ciudadanos, el originalmente gratuito deber del M-19 de devolver lo que no le pertenecía, sustraído en desarrollo de un delito y luego utilizado como símbolo de más de 15 años de violencia y derramamiento de sangre en el país.
Sin embargo, ni esta metida de pata permite acusar al Presidente de lo único de lo que no se le ha acusado en estos últimos ocho días: de haber dejado un solo instante de gobernar.

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