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Columna de opinión Marc Eichmann

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La sicología detrás del comportamiento poco ético

Con inspiración de un artículo del ‘Harvard Business Review’, se analiza el comportamiento ético de la clase dirigente del país.

Marc Eichmann
14 de mayo de 2024

En su artículo ‘La sicología detrás del comportamiento poco ético’, publicado por el Harvard Business Review, Merete Wedell-Wedellsborg ejemplariza la degradación de valores de los líderes describiendo al presidente de una empresa que, al llegar a un restaurante, insulta al mesero por no ubicarlo en su mesa habitual y termina burlándose del insultado con el aval y la concurrencia de su equipo directivo.

Esta escena, según su autora, personifica los tres comportamientos que conllevan los líderes a asumir comportamientos antiéticos, los cuales son aplicables tanto a la dirección de empresas como a los dirigentes políticos en el sector público. El primer comportamiento es la omnipotencia, el sentimiento de sentirse tan agrandando y empoderado que les hace pensar que las normas del comportamiento decente no les aplican. Segundo, el adormecimiento cultural, que hace que su círculo cercano acolite y respalde el comportamiento aberrante del líder, y tercero, la negligencia justificadora, que consiste en un entorno que no se refiere a las infracciones éticas porque está pensando en recompensas más inmediatas, como mantenerse en el círculo cercano del poderoso.

Estos comportamientos se han repetido en los grandes escándalos corporativos como las acusaciones de corrupción en Nissan, los cargos de acoso sexual en los medios de comunicación, las violaciones de privacidad en Facebook, el lavado de dinero en el sector financiero y el papel de las empresas farmacéuticas en la crisis de los opioides de los Estados Unidos. Son mitigables para los líderes que tienen la voluntad de hacerlo. La receta para quienes buscan contrarrestar la omnipotencia es ser dueño de sus defectos, una capacidad madura para mirarse al espejo y reconocer que no está por encima de todo. Está en asumir que se tienen puntos débiles y reflexionar sobre ellos con regularidad.

Desafortunadamente, algunos líderes, como el presidente de Colombia, Gustavo Petro, carecen de la intención de reconocer sus defectos, lo cual trae como consecuencia que no hay posibilidad de que los resuelva mientras persista en esa actitud. Por ejemplo, reconocer sus dificultades para administrar eficientemente el país y rodearse apropiadamente hacen que esos defectos se vuelvan endémicos en el Gobierno y no se corrijan. El entorno del presidente Petro tampoco le ayuda mucho.

Los líderes con mejor desempeño tienen colegas cercanos, amigos o mentores que se atreven a decirles la verdad sobre su desempeño y su juicio. Petro debería cultivar un grupo similar de compañeros de confianza que le digan la verdad aunque sea desagradable y, a diferencia de lo que ha hecho, mantenerlos en su equipo para construir en medio del disenso.

En las grandes crisis éticas, el adormecimiento cultural siempre es protagonista y muy difícil de detectar para los líderes. Aquellos que han cruzado la línea nunca lo describen como una elección clara, sino como un camino en el que perdieron la noción de lo que estaba bien y lo que estaba mal. En este proceso se vuelven insensibles al lenguaje y el comportamiento de los demás y, luego, a los suyos propios, perdiendo el sentido de la objetividad. En resumen, las señales de advertencia sobre sus desvaríos dejan de sonar.

El gobierno del presidente Petro es un reflejo de adormecimiento cultural a gran escala. En él se perdió la honestidad intelectual, hasta se ataca a los humoristas tildándolos de esclavos del narcotráfico y se grita golpe de Estado ante cualquier crítica. Estos comportamientos, como la actitud del equipo que acompañaba al presidente de nuestro ejemplo en el restaurante, se han vuelto tanto normales como aplaudidos por el establecimiento.

Por último, la negligencia justificadora se ha apoderado de parte del establecimiento político en Colombia, donde ciertos congresistas y clase política tradicional han cerrado los ojos a la ruptura del quehacer ético del Gobierno, con la esperanza de mantener los privilegios del poder que se han desnudado en los profundos y cada vez más frecuentes escándalos de corrupción.

Por lo general, el poder, como resultado de ingeniosas justificaciones para ser éticamente negligente, corroe más de lo que corrompe. Colombia necesita de un nuevo liderazgo responsable que combata esta dinámica de degeneración ética por medio de contratos sociales formales que obliguen a hacer lo correcto. Esto último es tan simple como comprometerse públicamente con una lista de las cosas que no se van a hacer, leerla con regularidad y refrescarla de vez en cuando a su equipo como recordatorio. Ojalá el país siguiera los consejos de Merete Wedell-Wedellsborg.

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