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Alberto Donadio  Columna

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Las mujeres de John le Carré

“Ser privado del amor de una joven madre es quedar privado de todo amor”, le dijo el escritor una vez a uno de sus confidentes.

Alberto Donadío
20 de enero de 2024

A los 33 años conquistó fama y dinero. David Cornwell publicó en 1963 The Spy Who Came in from the Cold, traducida como El espía que surgió del frío y considerada por algunos la mejor novela de espionaje de todos los tiempos. Él escribía con el seudónimo John le Carré porque era agente de los servicios secretos británicos en Alemania. Los denarios que le dejaron las muchas ediciones y traducciones y la película que pronto protagonizó Richard Burton le permitieron renunciar a su empleo y dedicarse a escribir. Fueron muchos los títulos que siguieron, como El sastre de Panamá, y otros alejados del mundo de los espías; hay quien lo elogia como uno de los grandes escritores en lengua inglesa del siglo XX. Adam Sisman publicó en 2015 la biografía del autor. Durante las entrevistas con los que lo conocieron y examinando las cartas que le permitió ver Cornwell, el biógrafo descubrió sin mucho esfuerzo la catorcera de amantes del biografiado. Cornwell le pidió que guardara esas revelaciones para después de su muerte. El escritor falleció en 2020 a los 89 años. Ahora tenemos un libro en el que el biógrafo explora 11 de esos amoríos. Sisman piensa que las relaciones extramatrimoniales no fueron un descanso en su faena de escritor, sino un estímulo crucial y, además, sirvieron para trasladar a la ficción personajes de carne y hueso. Tenía madera de seductor: bien parecido y agudo en sus conversaciones, escribía cartas eróticas a sus parejas haciéndolas sentir deseadas. Como su padre, tenía el don de hacer que la gente lo amara, aun cuando sabían que no debían. Su padre estuvo varias veces en la cárcel por estafa a personas mayores. Cornwell tenía mucho dinero y podía invitar a las damas a los mejores hoteles y restaurantes y adornarlas con joyas finas, además de pagarles el arriendo y encontrarse con ellas en ciudades exóticas, donde viajaba para preparar su siguiente libro. Su esposa padeció sus infidelidades en silencio la mayor parte del tiempo.

Él organizaba las citas y los viajes como si fuera una misión de inteligencia. Los boletos aéreos los emitía un excolega del espionaje que montó una agencia de viajes. Las amantes tenían en su libreta de teléfonos no un nombre, sino un código. En los hoteles tomaba dos habitaciones por si su esposa lo llamaba. La otra habitación la alquilaba con nombre supuesto. Algunas de sus amantes fueron esposas de sus amigos. Una fue la niñera de los Estados Unidos contratada en su casa de Inglaterra para cuidar a sus hijos pequeños. Otra fue Yvette Pierpaoli, una francesa que conoció en Camboya en los años setenta y que trabajaba con organizaciones humanitarias en zonas de guerra. A ella le dedicó el libro El jardinero fiel. Lloró en su funeral, donde la hija y los amigos de Pierpaoli le aseguraron que él había sido el amor de su vida. No siempre las trataba bien o sería más preciso afirmar que era caprichoso y malhumorado y después de los ramos de flores y los collares y pendientes podía ser cortante y distante. A una joven de 25 años le dijo que ella no valía nada porque no hablaba alemán. Ella tomó un curso en el Instituto Goethe para aprender los rudimentos del idioma y él quedó muy contento. Leyendo los relatos de las amantes, me acordé de la carta que Voltaire le escribió a Rousseau –que fue muy mala persona– cuando rompió relaciones con él. Recordaré su talento, mas no su persona, fue la sentencia de Voltaire. Lo mismo se podría decir de David Cornwell.

Cuando tenía unos 5 años, al escritor lo abandonó su mamá. A él y a un hermano que era dos años mayor. Al biógrafo le dijo que él conquistaba mujeres con tanta intensidad en una autodestructiva búsqueda de amor que se había vuelto parte de su naturaleza. “Nunca pude entender –ni puedo hoy comenzar a entender– cómo alguien abandona dos niños en medio de la noche”, le escribió en 2007 a su hermano. Cuando tenía 21 años, el escritor buscó a su mamá, pensando que podían reconciliarse; se reunieron, pero el esfuerzo fue en vano. La deserción de la madre le creó al escritor una perdurable desconfianza hacia las mujeres, según el biógrafo. “Ser privado del amor de una joven madre es quedar privado de todo amor”, le dijo el escritor una vez a uno de sus confidentes. También culpó a su padre: “Se hizo rico estafando ancianos a los cuales les robaba los ahorros de toda la vida. Mantuvo a su servicio una fuerza laboral de mujeres a quienes descartaba o volvía a convocar regularmente para satisfacer su apetito sexual”.

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