
Opinión
Los que han hecho y los que no han hecho
En política, la selección del presidente no la hace un comité experto, sino un electorado diverso que rara vez tiene claridad sobre lo que el cargo exige.
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En toda contienda presidencial hay buenos candidatos, buenos presidentes… y quienes no son ninguna de las dos cosas. Para ganar, por supuesto, hay que ser buen candidato: uno debe persuadir, emocionar, movilizar. Pero para gobernar hace falta algo más difícil de encontrar: experiencia real, capacidad probada y criterio para orientar el Estado hacia un mejor destino colectivo.
En política, sin embargo, la selección del presidente no la hace un comité experto como en cualquier empresa, sino un electorado diverso que rara vez tiene claridad sobre lo que el cargo exige. Y en una democracia tan imperfecta como la colombiana, la popularidad y la imagen —no la competencia— suelen ser el filtro decisivo.
Este fenómeno ha generado una distorsión peligrosa: los que han hecho terminan castigados por la crítica a sus acciones en mandatos anteriores, mientras los que no han hecho resultan ilesos y premiados. En la nueva guerra política que se libra en redes sociales, la experiencia se convierte en un lastre, la trayectoria en un blanco y la evidencia en un detalle irrelevante frente a la narrativa emocional.
Enrique Peñalosa es quizás el caso más claro de cómo un buen gobernante puede ser vilipendiado con una imagen injusta. Con capacidad probada para ejecutar políticas públicas, acompañado de equipos técnicos sólidos y con una trayectoria enfocada en reducir desigualdades, ha sido caricaturizado por segmentos del electorado como un representante de élites o un obstáculo para los más pobres.
Nada más alejado de la realidad. Sus gobiernos priorizaron colegios, hospitales, parques y, sobre todo, un sistema de transporte que permitió que millones —la inmensa mayoría de bajos ingresos— se movilizaran dignamente. Pero en redes quedó simplificado como “el señor de los bolardos” o “el vendedor de buses”. Una narrativa falsa opaca décadas de resultados. Ese castigo político ilustra un patrón que se repite una y otra vez.
A Peñalosa se le suman líderes capaces como Sergio Fajardo, difamado como “blando” cuando su vida pública muestra mesura, rigor y transparencia; Germán Vargas Lleras, acusado de “usar el poder” como si gobernar no fuera precisamente ejercerlo para producir resultados; Juan Carlos Pinzón, etiquetado despectivamente como “santista” para reducir cualquier discusión a un prejuicio, y Aníbal Gaviria, cuya gestión pública es ampliamente reconocida, pero cuya visibilidad nacional ha sido injustamente limitada por ataques y narrativas adversas.
Todos comparten una característica: han gestionado, han ejecutado, han construido Estado. Y precisamente por eso cargan con un prontuario de decisiones que son distorsionadas, sacadas de contexto o convertidas en armas electorales.
En el otro extremo están quienes sí tienen experiencia, pero la han usado de forma cuestionable. Daniel Quintero llegó con gran habilidad electoral, pero su gobierno en Medellín terminó envuelto en decisiones que, según múltiples investigaciones, dejaron un profundo daño institucional y financiero. Claudia López, que prometió renovación y rigor, terminó gobernando desde la improvisación y el interés propio, anteponiendo sus pugnas políticas al bienestar de Bogotá. La experiencia, como se ve, no basta: también se requiere carácter, respeto por la verdad y vocación de servicio.
Otro grupo lo integran aquellos cuya trayectoria se ha limitado al Congreso. No porque el legislativo sea irrelevante, sino porque legislar es profundamente distinto a gobernar. Dirigir un ministerio, una ciudad o una entidad pública implica planear, ejecutar presupuestos, liderar equipos y asumir decisiones impopulares. Por eso, Iván Cepeda, Roy Barreras, María Fernanda Cabal, Paloma Valencia o Efraín Cepeda —como tantos otros congresistas— necesitan demostrar capacidad ejecutiva antes de gobernar. La Presidencia no es una beca de aprendizaje; la experiencia se trae puesta. Por si alguien duda de ello, basta recordar los gobiernos de Iván Duque y Gustavo Petro: ambos llegaron sin experiencia ejecutiva sustantiva y el país aún paga las consecuencias.
No se trata de ideologías —todas ofrecen rutas distintas hacia el progreso—, sino de escoger entre quienes han mostrado capacidad de gobernar y quienes solo han demostrado habilidad para hacer campaña. Mientras los votantes sigan castigando al que ha hecho y premiando al que no, estaremos condenados a repetir la misma frustración: buenos candidatos que no llegan a la Presidencia… y malos presidentes que nunca debieron llegar.
