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Ni Peñalosa ni Petro: ¡Y qué!

Defender a Peñalosa se me estaba convirtiendo, pues, en un suplicio, especialmente porque él mismo suele ser su principal enemigo.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
17 de febrero de 2018

He cometido errores en mi vida y errores graves; no digo someterme a una prueba de polígrafo, como lo hizo recientemente Alejandro Ordóñez en una escena que resultaba impresionante: el ayatola criollo aparecía sentado en una especie de silla eléctrica a punto de recibir la descarga de lo que parecía ser un rayo homosexualizador. 

Para tranquilidad del público, en especial del LGTB, él mismo aclaraba que dicha maquinaria –la principal con que cuenta– en realidad era un detector de mentiras que por poco se daña cuando le preguntaron si había nombrado a los familiares de quienes le permitieron reelegirse. Echó chispas. Quedó inservible. Se le zafaron los tornillos. Y al aparato también.

Digo que, aunque nunca como el de Ordóñez, he cometido errores graves, errores reales: una vez salí a Unicentro en el Día de las Velitas. En abril de 2017 pedí unos palmitos en Gamberro, y todavía los estoy pagando. Y hace tres años voté por Peñalosa. Sí. Lo reconozco. Voté por Peñalosa y recomendé votar por él. ¿Por qué lo hice? ¿Por qué apoyé al mismo tipo que sostenía el megáfono a Uribe después de que pertenecí a la ola verde, movimiento creado para oponerse al mayordomo del Ubérrimo, precisamente? No lo sé: pero heme ahí, en octubre de 2015, con Petrópolis convertida en un caos inverosímil; heme, digo, situado en esa fecha y empuñando la pluma (o el celular), para escribir (para trinar) clamando por un timonazo que castigara los vergonzosos desgobiernos de la izquierda en Bogotá. Venga ese voto por el técnico Peñita, me dije: ya qué diablos.

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Desde entonces he padecido un viacrucis porque hacer fuerza por Peñalosa es agobiante.

Inicialmente lo defendía con vehemencia:

–¿Sí oyó a Peñalosa? Dijo que esos diseños los hizo alguien mientras se lavaba los dientes –me reclamaba alguien en la oficina.

–Era un guiño a la limpieza que jamás tuvo el Polo en asuntos administrativos –improvisaba yo.

A ratos me engañaba a mí mismo:

–¿Vio lo que dijo Peñalosa? Que la reserva no tiene árboles, solo potreros…

–Pues tiene razón –decía sin ganas–: a lo sumo tiene troncos. Pero mientras lo decía pensaba en la reserva de Millonarios, no en la Van der Hammen.

Por momentos, incluso, imaginé lo que sucedería si las frases salidas de tono del alcalde hubieran sido dichas por Gustavo Petro. Lo primero es que las haría en tercera persona, claro. Y lo segundo, que periodistas como yo lo habríamos masacrado sin misericordia.

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Durante un trancón hice el ejercicio autocrítico: reemplacé la palabra Peñalosa por la palabra Petro, y las críticas me fluían, qué vergüenza; si Peñalosa fuera Petro, pensaba, no tendría compasión:

–“Petro dice que pronto habrá venados en Bogotá”: ¿otra vez habla de cachos? ¿O se refiere a los venados de bronce de la 72?

–“Petro dice que pronto nos bañaremos en el río Bogotá”: que de una vez arme paseo y su secretario de Hacienda lleve la olla raspada.

–“Petro dice que a la gente le parece sexi meterse en metros subterráneos como ratas”: esa no es manera de referirse a los concejales que lo apoyan.

–“El alcalde no tiene doctorado”: ese Petro es tan falso como los títulos que muestra.

Defender a Peñalosa se me estaba convirtiendo, pues, en un suplicio, especialmente porque él mismo suele ser su principal enemigo. Es técnico en terquedades. Impondrá a la brava una troncal por la Séptima; advirtió que hará parques sin árboles, para que no sean oscuros, como algunos políticos de Cambio Radical; y, arrogante, como es, se convirtió en su propio TransMilenio: avanza lento mientras echa humo y pasa aceite.

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–Que san Pedro nos ame y le mande un aguacero –decía inspirado en sus propias palabras–: este hombre resultó tan elevado como el metro que quiere construir.

Cuando comenzó a ventilarse la idea de revocarlo, no podía conciliar el sueño: me daban ganas de pedirle que apelara a la lucha de clases, como Petro, aunque al revés, a su manera; que gritara consignas ya no con megáfono, sino con un parlante Bose, y convocara un plantón en la quinta avenida de Rosales. Pero un plantón, para él, es una planta grande. Y ordenaría su tala, para que entrara el sol. Con todo, lo que más me dolía de haber votado por Peñalosa es que la horda digital del hijo del pueblo, del sexto mejor tuitero del mundo, me lo recordaba a diario, como si fuera un delito, como si uno no pudiera pensar lo que piensa, ni haber pensado lo que pensó. Qué vehemencia. Petro es el Uribe de la izquierda. La única manera de discernir si los insultos provienen de cuentas uribistas o petristas es fijarse en la fotografía del avatar: si son rapados o mechudos. Por lo demás, todos insultan con idénticas palabras, con igual intolerancia: “¡Enmermelado, vendido: cuánto le pagan por atacar al único que ha hecho algo!”.

Bien: no permitiré que se me convierta en barrabrava de Petro o de Peñalosa porque es equivalente a ser barrabrava de La Equidad y Centauros.

Al revés: critico al hijo de papi y al hijo del pueblo a la vez. Voté por Peñalosa: cualquiera se equivoca. No votaré por Petro: cualquiera evita equivocarse. Y lamento que unos y otros se descompongan y echen chispas. En eso se parecen al polígrafo de Ordóñez.

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