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PREGUNTAS QUE MATAN

"El cuarto de baño el único lugar de este mundo donde un hombre puede sentirse plenamente feliz"

Semana
26 de octubre de 1987

Un mediodía de verano, mientras el pueblo se sancochaba en el caldo de la sofocación, estaban en San Bernardo del Viento el barbero y el boticario jugandose una mano de dominó. El cura párroco, el sacristán, el matarife y dos maestros de la escuela miraban en silencio la emocionante partida. El sol espejeaba, blanco y bravo, sobre los techos de zinc. Las ramas del matarratón de la plaza parecían muertas.
De súbito, con verdadero espanto, el peluquero, que tenía la costumbre de aprenderse de memoria los adjetivos que salían en los editoriales de la prensa liberal, vio que su adversario estaba a punto de ahorcarle el doble seis. Para distraerle la atención del juego concibió una trampa criminal.
--Compadre-- le dijo a su rival--. ¿Cuál es su anclaje en la angustia contemporánea?
Cuentan los testigos de aquella desgraciada escena que el pobre boticario, atónito, miró a su contendor directamente a la cara, se le torcieron los ojos, empezó a echar espuma por la boca y tuvo un chisporroteo en los circuitos cerebrales. Lo levantaron desmayado del suelo y nunca más recuperó la razón. Murió veinte años después, amarrado a la pata de una cama, musitando incoherencias, y tratando de désenredarle los pistones a semejante interrogaclón.
Esas son las preguntas que vuelven loca a la gente. Por mi parte, y lo confieso con un asomo de rubor en las mejillas, debo reconocer que en los últimos tiempos he cogido el hábito de comer en el baño de mi casa. Porque he descubierto, al cabo de la vejez, que el cuarto de baño es el unico lugar de este mundo donde un hombre puede sentirse plenamente feliz.
La otra noche, sentado como un ministro en la badana del sanitario, paladeaba la ambrosla de una papa frita y un pedazo de patilla cerrera que me mandaron mis parientas de Cereté.
Mi mujer, aprovechando ese rato de solaz, me motilaba con una tijera de cortar maleza y un peine de carey. Mi hijo, en lugar de estar haciendo sus tareas, se entretenía sacándome espinillas de la espalda. Al otro lado del recinto, junto al lavamanos, el agua de la ducha caía al piso sonando con la misma alegría de un reguero de monedas sobre el cemento.
Yo estaba vestido solamente con mi escapulario de tela. Hojeaba esa formidable historia de la estupidez humana que Itsvan Rath-Vegh escribió, hace muchos años, para demostrar que el hombre es el animal más bruto de la naturaleza. Fue entonces --y no podré olvidarlo mientras viva-- cuando Barbarita me hizo, desde la puerta del dormitorio, la monstruosa pregunta que cambió mi vida.
Es bueno informar, antes de seguir adelante con este relato de mi desdicha, que Barbarita es la señora del servicio doméstico, hacendosa y silenciosa, sabia como todas las mujeres boyacenses.
Su pregunta fue demoledora.
Me pegó en el centro de la cabeza, maciza como un martillo de herrero, devastadora como un terremoto, casi tan sobrecogedora como los discursos que Escobar Sierra pronuncia en el Senado.
Cuando oí la pregunta de Barbarita me acorde del triste caso del boticario de mi pueblo, se me cortó la respiración, me hormiguearon las manos y se me nubló la vista. Sentí que la tierra me estaba tragando a través del sifón del inodoro. Quise decirle algo a mi mujer pero la pregunta me había dejado sin pronuncia, como dicen graciosamente las campesinas antioqueñas. El libro, como ocurrió con las fichas de dominó del boticario, rodo por el suelo con un estrépito de catástrofe. Sí, ya se que los libros no suenan sobre una alfombra, pero las desgracias.
En las dos semanas siguientes anduve por la casa como si tuviera diverticulitis, con la boca abierta, alelado y zurumbático, hablando solo en los rincones, riéndome sin motivo, obsesionado con la maldita pregunta. Mi madre, que fue informada telefónicamente del percance, dijo, desde su refugio de flores en Barranquilla, que probablemente era un ataque de lombrices. "Dénle un vaso de leche de papaya", recomendó ella, sin imaginarse la verdadera magnitud de mi tragedia.
Ahora, con el paso de los días y la ayuda de dos siquíatras, me siento ligeramente recuperado, camino sin baston y puedo balbucear algunas palabras con claridad. Pero por las noches, cuando canta la lechuza en el árbol de la calle, me desvelo dando vueltas en la cama, cada vez que me acuerdo de la pregunta.
Nunca podré olvidarlo. Barbarita, con su delantal blanco y sus anteojos de pasta, parada en la puerta del dormitorio, con un periódico en la mano, diciéndome a gritos:
--Perdone, Don Fuan. ¿Podría su persona explicarme cómo funciona un telefax?---

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