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Reflexiones sobre el Líbano pensando en Colombia

Es hora de que los dirigentes políticos, el Gobierno, las instituciones del Estado, los gremios, los distintos sectores sociales, los medios, en fin, todos nos anticipemos a una “explosión” que nos puede sorprender a los colombianos en cualquier momento.

Aníbal Fernández de Soto, Aníbal Fernández de Soto
18 de agosto de 2020

Una “democracia de consenso” es como puede describirse uno de los pilares sobre los que se fundamentó el sistema político en el Líbano después de la Guerra Civil. Un régimen parlamentario con un marco confesional en donde el Presidente (Jefe de Estado) representa a los cristianos, el Primer Ministro (Jefe de Gobierno) es un musulmán suní y quien preside la Asamblea (el Poder Legislativo) es un musulmán chií. Esa fórmula, que confirmó el Acuerdo de Taíf en 1989, permitió terminar quince años de conflicto interno, atizado por injerencias externas derivadas de la Guerra Fría o las complejidades propias de un vecindario siempre convulsionado, como se evidenció con sendas invasiones de Israel y Siria. Justamente, tratando de evitar que las externalidades amenazaran con afectar los esfuerzos de paz, el segundo pilar sobre el que se inició una etapa de posconflicto en el Líbano fue una política de “neutralidad” en relación con las disputas entre occidente y el mundo árabe.

Ese consenso le permitió al Líbano renacer y empezar un periodo de muchos avances y transformaciones. Su sistema financiero se convirtió en eje de la economía, consolidando al Líbano como la “Suiza” de la región, manejando fondos y recursos de los sectores petrolero e inmobiliario, entre otros. El espectacular centro de Beirut se reconstruyó plenamente y de manera exacta a como lucia décadas atrás, retomando el apodo de ser la “Paris” del medio oriente. La armonía y esperanza alcanzadas con la terminación de la Guerra Civil llevaron a los libaneses incluso a superar dolorosos asesinatos políticos a comienzos de siglo y perseverar en la búsqueda de su desarrollo. Recientemente habían logrado, además, proyectarse como un muy atractivo destino turístico, exponiendo su impresionante riqueza arqueológica, cultural y cosmopolita.

Infortunadamente, los peores vicios de la política se mantuvieron enquistados en el sistema y, desgraciadamente, se han venido fortaleciendo con el tiempo. “La guerra es la continuación de la política por otros medios” decía Clausewitz. Sergio Jalil, director del Centro de Estudios Libaneses para América Latina, sugiere que para el caso del Líbano esa frase se aplica pero en sentido contrario ya que desde el fin de la Guerra Civil en 1990, los distintos sectores han continuado enfrentándose, llevando sus pugnas y discordias a la corrompida arena política, dejando que las armas de Hezbollah sean las que impongan la orientación del régimen. La presencia de actores armados en la política y un sistema clientelista plagado de nepotismo y otros males, han llevado al Líbano a convertirse en una cleptocracia, gobernada por unos partidos que por décadas han aumentado el gasto púbico con el propósito de sostener a la oligarquía que se ha repartido el poder para atender sus propios intereses, ignorando las necesidades de la población. Para empeorar las cosas, el Líbano sigue sufriendo por la delicada situación regional, como lo demuestran las decenas de miles de desplazados que han llegado huyendo de la guerra en Siria, generando aún más presión en un sistema ya de por sí ineficaz en la prestación de servicios y atención general para su población a causa de la corrupción.

Cambiar el status quo era lo que pedían los libaneses en las protestas de octubre de 2019. La ineficacia del corrupto sistema político generó consecuencias económicas negativas que sumieron al Líbano en una profunda crisis social que llevó a la población a exigir reformas de fondo y un gobierno técnico ajeno a los intereses políticos tradicionales. Esa movilización, que además despertó un sentimiento nacionalista con fuerza en todo el mundo dada la importante diáspora libanesa, logró que el gobierno dimitiera y generó un momento de ilusión alrededor de los cambios requeridos. Sin embargo, el nuevo gobierno se conformó a partir de los mismos sectarismos políticos que venían de atrás, dándole la espalda al momento y a las exigencias populares. Entretanto, llegó la pandemia, lo que impidió la continuación de las manifestaciones y dificultó el control ciudadano que exige un proceso político de reformas como el que se intentaba. Y para completar, ocurre la terrible explosión en el puerto de Beirut, no sólo demostrando la incompetencia de las autoridades, sino evidenciando el más trágico símil con la realidad social, política y económica que atraviesa el país.

Comentando sobre esto con mi esposa y su familia, de profundo origen libanés, reflexiono sobre esta difícil situación y creo que son muchas lecciones las que deberíamos aprender.

En Colombia también logramos un “consenso” nacional por la misma época en la que el Líbano superaba su Guerra Civil. En nuestro caso, la Constitución de 1991 fue ese “Acuerdo de Paz” que generó un andamiaje político más incluyente y garantista en derechos, un modelo económico liberal y ambicioso en los propósitos sociales, con instituciones modernas y una armonía entre los poderes públicos, sin abandonar un fuerte sistema de pesos y contrapesos. Se logró un acuerdo sobre lo fundamental que, con sus aciertos y desaciertos, nos ha permitido alcanzar en los últimos 30 años los mejores indicadores de la historia en términos económicos, sociales y en materia de seguridad, entre otros. Ese legado se debe proteger.

 

Sin embargo, como en el Líbano, nuestro consenso no logró erradicar los vicios de la política. El clientelismo, y en general la corrupción reinante en la cosa pública, ha impedido la eficacia plena del Estado en el cumplimiento de sus roles y responsabilidades. El poder regional se ha concentrado en unos pocos clanes o grupos que se reparten espacios políticos, contratos y la burocracia. El cáncer de la corrupción hay que eliminarlo.

 

Si bien nuestras divisiones y pugnas no están ambientadas por posiciones religiosas radicales, al igual que en el Líbano en Colombia predomina el sectarismo político, los odios y las mezquindades que impiden un diálogo constructivo entre actores alrededor de los grandes temas que el país tiene que abordar como la inequidad, la falta de presencia efectiva del Estado en territorios azotados por la violencia y, ahora, las decisiones que permitan superar unidos la crisis derivada de la pandemia.

 

Al igual que en el Líbano, a finales de 2019 en Colombia también se vivieron manifestaciones ciudadanas exigiendo reformas sociales y políticas. Se hizo evidente la crisis de la democracia representativa. Los nuevos colectivos, particularmente en las zonas rurales, cada vez más empoderados, sienten una enorme distancia con el establecimiento político y económico. Los partidos y el Gobierno, empantanados en la polarización, no parecen conectar con el sentimiento ciudadano, lo que da cabida al peligroso populismo. También aquí la pandemia ha generado una crisis económica, una restricción al sistema de pesos y contrapesos y una limitación a la expresión y la acción política de la ciudadanía. Urge una conversación nacional que nos acerque.

 

En el Líbano fue necesaria una devastadora explosión para llegar a un punto de inflexión a partir del cual se buscará, ojalá, un ambiente de unidad y consenso que apunte a impulsar los cambios que los libaneses esperan. En Colombia se pensó erróneamente que con la Carta de 1991 se había logrado un hito similar. También se pensó que con el Acuerdo de Paz con las FARC pasaríamos la página, pero el plebiscito demostró todo lo contrario.

Es hora de que los dirigentes políticos, el Gobierno, las instituciones del Estado, los gremios, los distintos sectores sociales, los medios, en fin, todos nos anticipemos a una “explosión” que nos puede sorprender a los colombianos en cualquier momento. Para eso se requiere un cambio de actitud, privilegiar el diálogo, superar la polarización política, construir sobre los aciertos y evitar los errores del pasado y, sobretodo, poner en el centro del debate el interés general y el bien común. La crisis por la que hoy atravesamos es la mejor oportunidad.

 

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