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Repúblicas aéreas

La Comisión de la Verdad, pactada entre las Farc y el Gobierno, puede ser un tóxico o, en el mejor de los casos, una pérdida de tiempo y recursos.

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
1 de febrero de 2018

En el Manifiesto de Cartagena, el Libertador expresó en 1812: “Los códigos que consultaban nuestros magistrados no eran los que podían enseñarles la ciencia práctica del Gobierno, sino los que han formado ciertos buenos visionarios que, imaginándose repúblicas aéreas, han procurado alcanzar la perfección política, presuponiendo la perfectibilidad del linaje humano”. La Comisión de la Verdad puede ser una modalidad de esas políticas ilusorias que desencantaban al Padre de la Patria al comienzo de su fulgurante carrera.

Recordemos que ese organismo, en esencia, procurará conocer las graves violaciones de derechos humanos sucedidos durante el conflicto, y establecer las responsabilidades de sus protagonistas, ambos objetivos con el loable propósito de evitar que esa tragedia se repita.

De entrada, conviene señalar que el primer objetivo parece redundante. El Centro Nacional de Memoria Histórica divulgó hace varios años el informe ‘¡Basta Ya!‘, que unos denigran y otros aplauden, y que es el marco referencial de más de 10 volúmenes producidos por esa entidad, la cual continúa singularmente activa. Además, contamos con los libros que han escrito numerosos académicos, entre ellos Alfredo Molano, uno de los integrantes de la Comisión; sus visiones siempre han generado arduos debates que revivirían si son recogidas, como cabe esperarlo, en el Informe Final de la Comisión.

En cuanto al segundo propósito -establecer responsabilidades de los principales actores- hay que advertir que ellas no son las de tipo penal que corresponderán a la Jurisdicción Especial de Paz -cuya puesta en marcha depende del gobierno entrante- o a la Justicia Ordinaria en el caso de los llamados “terceros”.  Pero si no es para juzgar a los criminales, ¿para qué será, entonces, la Comisión de la Verdad? Para establecer “Las responsabilidades colectivas del Estado, incluyendo del Gobierno y los demás poderes públicos, de las Farc-EP, de los paramilitares, así como de cualquier otro grupo, organización o institución, nacional o internacional, que haya tenido alguna participación en el conflicto…”.

Así las cosas, la comisión podrá formular acusaciones a los integrantes de la fuerza pública y, lo que es muy importante, a las instituciones mismas –Ejército, Policía, Armada, etc.- tanto como a brigadas, batallones o comandos. Igual pasará con las instituciones civiles del Estado central y de los territorios (gobernaciones, alcaldías, consejos municipales, etc.). En la categoría “cualquier otro grupo” caben las empresas, sus directores y voceros gremiales. En todos estos casos, se trata de establecer responsabilidades “políticas”, concepto peligroso por su vaguedad.

Poner el reflector en las Farc, sobre las que recae una elevada cuota de responsabilidad por el conflicto armado, puede resultar fatídico. Sus integrantes tienen miedo y con razón. Por eso muchos prefieren mimetizarse en la sociedad o permanecer protegidos por la fuerza pública en las antiguas zonas de concentración. La mejor manera de proteger sus vidas, que es un imperativo absoluto, es permitirles que tengan bajo perfil si esa fuere su voluntad.

El actual Gobierno ha aceptado, pues, que las instituciones del Estado sean juzgadas por instancias creadas de común acuerdo con quienes eran nuestros   enemigos a pesar de que en el terreno militar los habíamos empujado hasta el punto de no retorno; y de que su legitimidad democrática, erosionada, sin duda, por fenómenos de corrupción, no se encuentra en jaque. Cierto es que en Argentina y Chile hubo comisiones de la verdad, pero ellas fueron creadas por gobiernos civiles al finalizar dictaduras militares. Lo mismo pasó en Sudáfrica como parte del proceso que condujo a finalizar el régimen de discriminación contra la población negra mayoritaria. Estos precedentes no aplican a Colombia y no debieron seguirse.   

Un éxito enorme de las Farc consistió en que la duración del conflicto, para los fines propios de la comisión, no se haya establecido y que, además, ella no tenga límites para remontarse en el pasado. Podrá, en consecuencia, atribuir a la conquista de lo que hoy es Colombia por los españoles la supuesta causa estructural o endémica de la violencia que padecemos. Aparecería, así, de nuevo, el mito del “buen salvaje”: las sociedades indígenas precolombinas habrían sido pacíficas, igualitarias y vivido en armonía con la naturaleza. Retornar a ese orden social idílico, o algo que se le parezca, tiene que ser el móvil de la acción política. Tal es precisamente el punto de arranque de varias de las utopías sangrientas que han surgido en América Latina desde los albores del siglo XX. Los ‘elenos‘ están en esa película.

Para poner fin al funesto enfrentamiento entre católicos y protestantes, en eedicto de Nantes, dictado en abril de 1598 por el Rey Enrique IV de Francia, se dispuso: “Que la memoria de todos los acontecimientos ocurridos entre unos y otros tras el comienzo del mes de marzo de 1585 y durante los convulsos precedentes de los mismos, hasta nuestro advenimiento a la Corona, queden disipados y asumidos como cosa no sucedida. No será posible ni estará permitido […]  el hacer mención de ello, ni procesar o perseguir en ninguna corte o jurisdicción a nadie”. Como es generalmente reconocido, buscar la paz por la vía del olvido fue una política adecuada. No se le ocurrió al Rey establecer una comisión de la verdad…

La reconciliación que requiere Colombia exige entender que la armonía de los espíritus se gesta en la conciencia de los individuos. Los ejercicios de memoria colectiva son un camino; el silencio que conduce al olvido es otro. Crear organismos burocráticos para que de ellos surja la “verdad”, es, en el mejor de los casos, inútil. Dañino en el peor: los numerosos asesinatos recientemente cometidos en regiones cocaleras, y los lamentables atentados terroristas del fin de semana, demuestran que puede ser contraproducente discutir en los territorios las causas y responsabilidades del conflicto si este permanece activo. No se apagan incendios con gasolina.

Briznas poéticas. Desde mi marchita juventud me llega la voz de León de Greiff: “Esta rosa fue testigo/ de ese, que si amor no fue,/ ningún otro amor sería./ ¡Esta rosa fue testigo/ de cuando te diste mía!/ El día ya no lo sé/ -si lo sé más no lo digo-/ Esta rosa fue testigo”.

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