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UNA CIUDAD BAJO TECHO

Semana
25 de julio de 1988

Nueva York es una ciudad subterránea en la que los hombres viven entre el suelo, como los topos. Quito tiene las casas ladeadas en las colinas, como los pesebres, y parece que fueran a caer encima de uno. Cerca del sitio donde desemboca el río Magdalena, en Bocas de Ceniza, hay unos pueblos hermosos construidos en la mitad del agua, con unas chalupas de cedro que hacen las veces de taxis.
Caracas, aunque parezca extraño, es una ciudad bajo techo. Durante un par de días, recorriendo recovecos de la capital venezolana, husmeando por todas partes y preguntándole a la gente, tuve el pálpito de que había algo extravagante en el ambiente, una especie de misterio, pero no descubría lo que era.
Al final, caminando entre los callejones del sector viejo de La Candelaria, caí en cuenta del enigma: en Caracas no hay casas. Los edificios altos, bajos, anchos, angostos, bellos y feos, modernos o anacrónicos, cubren cada metro de la ciudad. Hay torres y rascacielos. Pero no hay casas. Hay pisos que se pierden entre las nubes, dando la sensación de la crema de un bizcocho, pero no hay casas.
Los caraqueños saben que su territorio es muy pequeño para tanta gente. Los montes rodean la ciudad, que no tiene una sabana, como Bogotá, ni un valle encantado, como Medellín, de manera que parece cercada por un dueño imaginario como una hacienda. Lo único que le falta es una línea de alambre de púas. De modo que, condenados a sus propios límites, confinados a las cuatro paredes de sus colinas, algún día descubrieron que no podrían extenderse a lo ancho. Entonces, como es apenas obvio, decidieron crecer a lo alto.
Las casas, como en los cuentos de hadas, se esfumaron. La piqueta y la mezcladora de concreto hicieron el resto. Cemento armado, vidrio y acero. Ascensores que rodean a la gente. Las estadísticas demuestran que un caraqueño promedio pasa el 72 por ciento de su vida subiendo y bajando en ascensores. Lo demás se les va abriendo y cerrando puertas.
Por eso, los habitantes de la ciudad no ven el sol sino el domingo, cuando van a las playas de lo que llaman invariablemente "el litoral". Y eso que el sol caraqueño merece que se le tenga consideración, porque tiene ese color entre azul y blanco que es propio de las tierras prodigiosas del Caribe, que resplandecen aunque estemos en invierno y llueva sobre las moles de concreto con el estrépito de un huracán.
Caracas, en consecuencia, es la única ciudad con techo propio que he visto en mi vida. Como si le hubieran puesto una cubierta.
La carpa de una tienda de campaña. La lona de un circo. Un ciudadano anónimo, dicharachero y jacarandoso, sale a las seis de la mañana de su casa. Toma el ascensor en el piso cuarenta. En la primera planta se sube a la buseta.
Llega al complejo de piedra donde trabaja. Sube quince plantas más. Cumple con sus deberes hasta el mediodía. Mientras se lava las manos, en el espejo del baño observa que lleva el pelo demasiado largo. Baja en el ascensor a la barbería del piso once Habla de beisbol y carreras de caballos con el peluquero. Echan pestes contra la inflación.
Nuestro hombre, que bosteza hambriento, escudriña su reloj de pulsera: las dos de la tarde. Al muerza un pabellón -carne desflecada, tajadas de plátano maduro, arroz blanco y frijolitos negros- en la cafetería del primer nivel del edificio. Escancia un café guayuyo, a la colombiana, un poco más fuerte y cerrero. Quiere entretenerse y en la oficina no lo necesitan. Va al cine del piso diecinueve. La película lo aburre y apenas son las cuatro.
Sin salir a la calle, sin pisar una acera, sin cruzar la calzada, en cuentra en la misma torre una librería abierta en la segunda planta. Ya ni saluda a quienes se en cuentra a su paso. No hay necesidad: son los mismos que ve todos los días haciendo lo mismo que él hace. Compra el diario vespertino y una revista de historietas. Dentro del complejo de apartamentos y oficinas -y también bajo techo- hay una especie de parquecito. Nuestro héroe ocupa un escaño. Lee distraídamente.
Caracas, en fin, es una ciudad bajo techo porque es una ciudad acorralada. Uno puede sentir, a veces, que está viviendo en una celda. A menos que una noche en la Embajada de Colombia, entre como un ciclón Luis Pastori, el estupendo poeta venezolano del soneto zoológico, recitando con el alma en la mano los versos de Carranza.
Entonces uno comprende, por ventura, que la vida continúa. El techo también, naturalmente...

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