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Marco Tulio Gutiérrez

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¿Y el control disciplinario qué?

La propuesta del presidente electo Gustavo Petro de acabar con la Procuraduría debe ser socializada, estudiada y revisada con detenimiento, no podemos admitir un cambio institucional sin antes revisar las consecuencias que podría traer dejar acéfalo el control disciplinario de los funcionarios públicos.

7 de julio de 2022

La estructura de los órganos del Estado colombiano, desde la óptica de 1991, modificó sustancialmente el otrora concepto de la clásica tridivisión del poder publico, el constituyente, influido por importantes y vanguardistas modelos foráneos apeló a una estructura mucho más sofisticada y dinámica, tendiente a lograr por un lado la tan anhelada materialidad de uno de los sustentos ideológicos y teleológicos de 1991; la descentralización administrativa y, por el otro, la modernización y adaptación del aparato estatal en la apremiante necesidad de cobertura de las garantías mínimas. De ahí, que la nueva carta introdujo elementos que en la concepción de 1886 eran totalmente extrañas, de ahí que nuestra constitución contempló además de la tradicional división de poderes en sede legislativa, ejecutiva y judicial, la indiscutible existencia de entidades de plena autonomía, tal y como es la organización electoral, la estructura de banca central en cabeza del Banco de la Republica, que desde las recomendaciones de la misión Kemmerer en 1923 se había mantenido siempre como un estandarte de la independencia financiera del Estado. Así mismo, las corporaciones autónomas regionales, como la Autoridad Nacional de Televisión, los entes universitarios autónomos y la Comisión Nacional del Servicio Civil quedaron fuera de las tradicionales ramas del poder público, sin duda un verdadero acierto del constituyente quien con sapiencia aligeró las cargas de la rama ejecutiva al quitarle estas complejas funciones que salvo la de la banca central estaban todas incorporadas en el núcleo de la función ejecutiva y que cada vez más hacían más compleja la rígida estructura de centralismo que caracterizó la añeja carta de 1886.

Así mismo, el constituyente de 1991 tuvo también la difícil tarea de acomodar la rama judicial a los nuevos desafíos que por aquel entonces nuestro Estado afrontaba, específicamente con lo que respectaba a la lucha contra el narcoterrorismo de los carteles de las drogas y la lucha contra la subversión, de ahí que la aparición de la Fiscalía como ente rector de la política criminal y titular de la acción penal, generó un verdadero remesón al antiguo sistema punitivo que en cabeza de la jurisdicción y en manos de los jueces de instrucción criminal detentaban el sistema penal, pero así mismo, al interior de la rama judicial y al margen de los tradicionales juzgados y tribunales de primera y segunda instancia respectivamente y bajo la jerarquía de la Corte Suprema de Justicia, se creó la Corte Constitucional como entidad jurisdiccional independiente, dejando de se una sala al interior de la Corte Suprema, pero que además tenía el nada fácil designio de ser la máxima instancia de la naciente jurisdicción constitucional que en sede de la novedosa acción de tutela se jugaba un trascendental papel en el fin ultimo de la carta en materia de la materialización, individualización y protección judicial de la órbita fundamental de los derechos inherentes a los ciudadanos.

Para lograr aterrizar toda esta nueva configuración constitucional que se planteaba como un verdadero desafío para un Estado que había sido golpeado de manera inclemente por el terrorismo y el narcotráfico en los años 80, era menester incluir una sistema constitucional de control, que tuviera en su alcance la posibilidad de contar con entidades autónomas que lograra desarrollar funciones enmarcadas dentro de la función disciplinaria, la defensa de los intereses ciudadanos y el ejercicio de la acción fiscal en aras de vigilar los recursos públicos.

La Constitución de 1991 configuró un complejo sistema de control interdisciplinario, que al margen de las acciones judiciales, lograban de manera previa o concomitante, establecer otros niveles de responsabilidad diversos a los delictuales que ya estaban tipificados por la normatividad contemplada en el código penal, adentrándose a la orbita de la responsabilidad disciplinaria y fiscal, que antes de las circunstancias propias del delito pueden prever una eventual lesividad de los bienes jurídicamente tutelados, así las cosas, la Contraloría, la Auditoria y la Procuraduría, tomarían un nuevo aire para configurarse al lado de la Fiscalía, como las nuevas instancias de control social que tanto reclamaba nuestro sistema.

Así pues, desde 1991, las denominadas “ías” en el argot popular se han hecho espacio en el ideario social como las máximas instancias de poder y control ciudadano, sin embargo, la dinámica social y los abruptos cambios y reformas constitucionales que han desnaturalizado la idea primigenia del constituyente han traído como corolario la crisis de estas instituciones, muchos contralores han sido privados de la libertad, por actos ilícitos; y qué hablar del fiscal anticorrupción, que fue capturado por recibir un soborno, en fin, más allá de las cruentas amenazas delictuales por el terrorismo y el narcotráfico nuestras instituciones fueron permeadas por la inclemencia de la corrupción.

La reciente propuesta del presidente electo Gustavo Petro frente a la posibilidad de acabar con la Procuraduría suena, en primera facie, como un cambio abrupto y para algunos innecesario y nos trae de inmediato a colación el ejercicio que se realizó con el extinto DAS, el cual, saturado por las malas practicas y la rampante corrupción y practicas a toda luz ilegales, no tuvo otra opción que ser liquidado, con una inconmensurable consecuencia negativa que fue la de la perdida del aparato de inteligencia del ejecutivo, quedando prácticamente acéfala esa importantísima potestad del gobierno, en este entender, es precisamente esta la reflexión que se debe hacer no solo al interior del gobierno entrante sino en sede del legislativo, pues si bien la Procuraduría adolece de una cantidad de problemas, empezando por que se tornó en una entidad totalmente politizada, en la que los delegados ante las diversas instancias institucionales y quienes fungen como cabeza visible de la entidad son piezas de políticos, sin capacidad alguna de permanencia y estabilidad, no es un secreto que estos cargos se convirtieron en la materialidad de los favores electorales, y en muchos casos solo dejan una estela de mediocridad y vacío.

Sin embargo, la importancia de la Procuraduría es de tal tamaño que pensar en acabarla dejaría en absoluta orfandad el control disciplinario de los funcionarios públicos, institución que, si bien guarda intimas simetría con la actividad jurisdiccional, en nuestro contexto se ha encarnado como una actividad independiente y certera de control, especialmente ante los abusos de los funcionarios públicos.

Claro, hay otras funciones constitucionales de la Procuraduría que merecen ser analizadas, por ejemplo, la actividad judicial de la entidad, especialmente en los procesos penales en donde desafortunadamente lejos de los fines teleológicos de garante de los derechos procesales de la comunidad, ha brillado por la ausencia absoluta, especialmente para los ciudadanos de a pie, de aquellos que son llevados a juicio y que son condenados sin que siquiera la Procuraduría se pronuncie, estamos convencidos que tal vez la defensoría del pueblo, puede estar en una mayor proximidad a coadyuvar con esta función.

Por qué no pensar que la Procuraduría en sus funciones judiciales coadyuve a los jueces constitucionales y plantear por ese flanco la tan anhelada reforma judicial en sede de acción de tutela. En fin, el debate hasta ahora comienza, sin embargo, la institucionalidad no puede ser borrada de tajo y lo recomendable ha de ser, revisar lo que no funcione y fortalecer lo que es provechoso, hay que tener cautela en no caer en una dialéctica de modificación orgánica del Estado sin los suficientes elementos de juicio sobre las consecuencias pragmáticas.

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