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OPINIÓN: TUMBATECHO

Eichmann en Bogotá: una columna de Mario Jursich

"Lo que Murmelstein nos revela es que, antes de optar por la llamada “solución final”, Adolf Eichmann y otros jerarcas nazis consideraron alternativas que no implicaran el derramamiento de sangre".

Revista Arcadia, Mario Jursich Durán, Sara Malagón Llano
25 de febrero de 2020

Este artículo forma parte de la edición 171 de ARCADIA. Haga clic aquí para leer todo el contenido de la revista.

Incluso al más indiferente de los espectadores colombianos se le dificultaría callar ante El último de los injustos, el soberbio documental de Claude Lanzmann estrenado en 2013. Aunque su tema (el campo de concentración checo de Terezín) y su protagonista (el rabino austriaco Benjamin Murmelstein) parezcan ajenos a nuestra convulsa realidad, es imposible no ver en la película un espejo anticipatorio de las preguntas que ahora mismo desvelan a la sociedad colombiana. Al responder durante casi cuatro horas a los cuestionamientos de Lanzmann, Murmelstein nos brinda indirectamente una suerte de metodología para pensar nuestros propios horrores: por un lado, ser cautos al momento de juzgar a quienes como él han vivido en situaciones extremas; por el otro, descreer de teorías con mucho éxito entre los académicos, pero frágiles como el grafito cuando se las confronta con los tozudos hechos (la “banalidad del mal” de Hannah Arendt).

Pido excusas tanto por eludir lo que Murmelstein alega en contra de la ensayista alemana como por dejar sin explicación el, a primera vista, enigmático título del documental. (Los interesados en saber qué significa pueden acudir a un informado ensayo del profesor Carlo Tognato, “Los justos en el conflicto armado colombiano”). Sucede que, más o menos a mitad de la película, Murmelstein hace una revelación tan sorprendente y desconocida que tal vez se justifique dejar para otro momento lo mucho que le cuenta al director francés.

Lo que Murmelstein nos revela es que, antes de optar por la llamada “solución final”, Adolf Eichmann y otros jerarcas nazis consideraron alternativas que no implicaran el derramamiento de sangre. El principal de esos emprendimientos fue el llamado Plan Madagascar, una insania de burócratas destinada a conseguir que los judíos alemanes se reubicaran al otro lado del mundo, en una isla que entonces era colonia francesa. Los nazis pensaban que las demás potencias europeas aceptarían con beneplácito esa “emigración en grupo” y que no se opondrían a sus líneas maestras.

Además de reasentar y compensar a los veinticinco mil colonos que vivían en la isla, el plan contemplaba ceder la soberanía de Madagascar al régimen de Hitler. Los judíos, al menos los que tenían residencia en los países bajo influencia nazi, serían obligados a trasladarse; y los gastos de transporte y domicilio, cubiertos a través de la expropiación y venta de sus bienes. La nueva colonia conservaría el nombre, tendría su propio gobierno –aunque bajo supervisión del Tercer Reich–, y los emigrantes recibirían pasaportes nuevos, siempre y cuando juraran dedicarse tan solo a la agricultura y el pastoreo.

Todo esto es relativamente conocido, al menos entre quienes se interesan por la historia de esa época. Lo novedoso en el testimonio de Murmelstein es que, al ver que el proyecto malgache naufragaba y que no podrían obtener los beneficios esperados, él y Eichmann idearon un segundo plan, esta vez clandestino: la Operación Colombia. Ya no se trataba de conseguir que uno o dos millones de judíos emigraran, sino de fingir que se estaban dando visas de salida para así estafar a los incautos que creyeran en semejante promesa.

Aunque la historia parezca una mistificación, el as bajo la manga de un narrador excesivamente consciente de sus poderes, hay numerosos datos que la confirman. A mediados de 1938, el momento en que según Murmelstein ocurrió lo anterior, el canciller Luis López de Mesa alertó en El Tiempo sobre la expedición fraudulenta de visas en Austria y Alemania. (En Viena, por ejemplo, se presentaban diariamente entre cien y trescientas solicitudes, cuando antes no llegaban ni ochenta anuales).

Con los datos que tengo, me resulta difícil asegurar si los cónsules Pablo Fleiter, José Eckert, Eduardo Langenbach y Josef Gleicher estaban confabulados con Eichmann y Murmelstein o eran objetores de facto a la instrucción dada por el Ministerio de Relaciones Exteriores de limitar, “hasta donde fuera humanamente posible”, las visas colombianas a los inmigrantes judíos. Lo que sí puedo afirmar con certeza es que, sin importar su mínimo éxito, la Operación Colombia resultó ser un azar venturoso para nuestro país. Los pocos austriacos y alemanes antifascistas que llegaron en vísperas de la Segunda Guerra Mundial no solo salvaron sus vidas por esa aparente movida chueca, sino que hicieron tanto por su nuevo lugar de residencia, retribuyeron a tal punto aquellas resoluciones favorables de asilo que –incluso sin ponernos místicos– tal vez haya razones para creerle a Lanzmann cuando sugiere que, no obstante sus muchas contradicciones, Murmelstein sí merece un lugar entre los justos.

Además de su rareza, lo que a mí me subyuga en esta historia es fantasear con que la Operación Colombia hubiera tenido éxito, que Eichmann y Murmelstein hubieran conseguido expatriar a medio millón de judíos, no a tres o cuatro mil, y que al cabo de los años nos hubiéramos convertido en un país minoritariamente católico. El escenario resultante de esa fabulación es tan vertiginoso que, si yo fuera novelista, me sentaría ya mismo a poblarlo con seres de aliento y niebla.

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