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OPINIÓN: PASAR FIJÁNDOSE

Encontrar el mundo: una columna de Carolina Sanín

“A veces me pasa que estoy pensando en cualquier cosa y me vienen las imágenes del fuego, y sin darme cuenta derivo en preguntarme cómo fue que cambiamos el clima. Cómo emprendimos el desastre. En qué momento. En qué pensábamos”.

Revista Arcadia, Sara Malagón Llano, Carolina Sanín
20 de enero de 2020

Este artículo forma parte de la edición 170 de ARCADIA. Haga clic aquí para leer todo el contenido de la revista.

En estas vacaciones fui a conocer el canal de Panamá, mientras se quemaba un continente entero. Hemos visto las imágenes de los bosques australianos arder, y a los animales huir del fuego para entrar en la humareda, y aquel cielo naranja, que es acabarse el cielo, y hemos descontado a millones y millones de individuos calcinados. Sabemos que lo provocamos nosotros, los humanos; que esas imágenes son la primicia ya no postergable del evidente fin del mundo –o del fin de una manera de ser del mundo, que es lo mismo, pues un mundo significa una manera de existir–.

A veces me pasa que estoy pensando en cualquier cosa y me vienen las imágenes del fuego, y sin darme cuenta derivo en preguntarme cómo fue que cambiamos el clima. Cómo emprendimos el desastre. En qué momento. En qué pensábamos. Horadamos la Tierra para sacar sus materiales, emitimos gases, exterminamos a los que no eran iguales a nosotros y nos abrimos campo. Sobre todo eso: nos abrimos campo. Durante todo este tiempo (y por “todo” me refiero a todo: del Paleolítico en adelante), estuvimos buscando otro mundo en el mundo. Para ello despejamos la selva, encauzamos las aguas, atravesamos las nubes.

El canal de Panamá es emocionante, y conocerlo al tiempo que oía de los incendios de Australia fue una educación. Se trata de una zanja de ochenta kilómetros de largo que rompe la tierra para que los océanos Atlántico y Pacífico se viertan uno en otro y así pueda darse la vuelta a la Tierra. Es una de las obras que hicieron que el planeta fuera efectivamente redondo; que se pudiera abrazar, abarcar, recorrer y seguir explorando. En Ciudad de Panamá, en el Museo del Canal, leí que, poco después de empezar a conocer este Nuevo Mundo, los europeos tuvieron la idea de atravesar el istmo para llegar al otro lado y emprender, ahí sí, el viaje al verdadero nuevo mundo: a las Indias, al occidente del Occidente, al Lejano Oriente, que es el mundo más viejo de todos. Meditar sobre esa manera de perseguir otro planeta ansiosamente, en círculos, en uno que desde siempre ha estado completo me causó asfixia. La asfixia es efecto e imagen del anhelo. (Y de los incendios).

Leí también en el museo acerca de los trabajadores de la construcción del canal, que sufrieron por la enfermedad, el agotamiento y la discriminación ejercida por las autoridades constructoras. Leí sobre cuatrocientos veinticinco trabajadores chinos que, habiendo llegado a la obra forzados o engañados, se suicidaron en una sola mañana por el desesperante cautiverio y la nostalgia. Leí sobre la fantasía que los hombres tuvieron, antes de que se construyera el paso interoceánico, de transportar los barcos sobre rieles de una costa a la otra; vi en la imaginación a esos animales de mar convertidos en animales de tierra para ser luego nuevamente animales de mar, y se me coloreó el espejismo de un barco encima de una montaña, que fascinara a García Márquez y a Herzog.

En las esclusas de Miraflores vi los barcos cruzar muy despacio, mientras les llenaban las tinas para que navegaran por el estrecho corredor. El camino de las compuertas se me pareció al de las entradas a las cárceles, en las que no se abre la puerta siguiente hasta que no se haya cerrado la anterior. (Es también el camino del sueño: hasta que no has cerrado los párpados y con ellos los sentidos, no se abre aquel otro sentido). Del Atlántico al Pacífico pasó un buque petrolero. Del Pacífico al Atlántico cruzó un buque mercante cargado de containers de colores, como ataúdes hermosos que llevaban toneladas de mercancía en su mayoría innecesaria. Traté de sentir en el corazón la sangre de las venas, que se transfunde a las arterias: allí también un mar se derrama en otro.

Voy a esto: tenemos que reconocer a dónde llegó el camino que tomamos. No fue el camino equivocado. Fue, simplemente, el que tomamos. Fue bello y loco y admirable separar la tierra para unirla, ir al occidente para llegar al oriente, trabajar para montar un barco en una montaña. Nuestra poesía ha sido la búsqueda del mundo. Y siempre concebimos como otro el mundo que buscábamos. Ahora se nos impone un camino diferente, o bien, se nos propone no andar tanto.

Ya hemos visto nuestro planeta como un punto azul desde el espacio; también hemos visto, desde el espacio, las llamas de la agonía de este verano. Para dejar de buscar el mundo torturándolo, interrogándolo, como en un proceso de la Inquisición, tenemos que decirnos que lo hemos encontrado. Y entonces, en lugar de preguntarle, responderle. Y entonces, por primera vez desde que construimos la primera casa de piedra, estaremos ocupados de él y llenos de él. Nuestro nuevo mundo será vivir en este mundo sin buscarle otro; en este mundo, de donde ninguna cosa viva puede escapar.

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