De izquierda a derecha: los escritores Juan Cárdenas, Carolina Sanín, Cristian Romero, Margarita García Robayo y Gilmer Mesa.

LITERATURA

Historias imperfectas: la estética (y política) de la literatura colombiana contemporánea

No puede decirse que la literatura colombiana contemporánea refleje causas políticas, pero sí que hay una lucha y una diversificación de formas y procedimientos en el terreno de lo literario. Y que la estética de los nuevos escritores es también política.

Andrea Salgado*
26 de agosto de 2019

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La palabra “polarización” se convirtió en el centro del relato de la división ideológica en Colombia tras las elecciones de 2018 durante el primer discurso presidencial de Iván Duque: “Es un pacto que quiero construir con ustedes, para que no sigamos anclados en las discusiones de izquierda y de derecha; para que no sigamos polarizando; para que no sigamos teniendo en el país esas discusiones muchas veces bizantinas y mezquinas, que no permiten que pensemos todos hacia un propósito común”.

Que el presidente usara la palabra “polarización” de esa manera –“para que no sigamos polarizando”– dejó ver un temor, nacido sin duda del intenso debate público vivido en el país durante la campaña presidencial. Desde entonces ha querido homogeneizar la inconformidad de los diferentes sectores de la sociedad tras insinuar que la gente se había dejado arrastrar, sin argumentos válidos, por sus sentimientos y que estos no eran una medida válida para entender el mundo. En pocas palabras, Duque redujo la complejidad de lo ocurrido como si se tratase de una hoja en blanco con una línea en la mitad que divide la derecha de la izquierda. En ella, los dos sectores se convierten en fanáticos que se destruyen a punta de arengas y panfletos. Por eso, el Estado tiene, según él, la obligación de restituir, con el relato de la unidad nacional, el orden perdido.

Me pregunté entonces si la literatura colombiana, como el resto del país, está “polarizada”, dividida en dos o más facciones radicales. Pensé en lo que dice la escritora estadounidense Ursula K. Le Guin en su ensayo Contar es escuchar: “Las palabras tienen poder. Los nombres tienen poder. Las palabras son eventos, generan cosas, cambian cosas”.

Hay un cuento sobre el poder de las palabras: “Las ostras”, de Antón Chéjov. En él, un narrador recuerda el día en que, siendo un niño, salió con su papá a pedir limosna por primera vez. Desde la acera en que mendigan, ve un aviso en una taberna que dice “ostras”. Primero imagina que es el nombre del dueño, el señor Ostras, pero como no está seguro le pregunta a su papá. Un animal marino, hijo, eso son las ostras, le responde. Solo ha probado el pescado y el cangrejo, así que imagina una criatura que es un híbrido de los dos. Un mesero las trae a toda velocidad a la mesa de otras personas tan hambrientas como él.

Cuando el niño del cuento deja de imaginar, entra a la taberna y descubre que las ostras son unas conchas muy caras que tienen algo baboso adentro. La palabra entonces adquiere para él un segundo significado: pasa a ser un símbolo de la diferencia entre los pobres y los ricos. Entre los que piden limosna para comer y los que tienen mucho dinero para comprar ostras.

Antes de que el significado verdadero de la palabra (es decir, aquel que en su contexto y su tiempo quiere considerarse como tal) lo permeara, por un tiempo breve el niño formó parte de la creación del lenguaje, de esa gran obra colectiva con que inventamos los alcances y los límites de la realidad. Esa, la del niño inventor de “Las ostras”, es la condición natural de la literatura.

Resulta difícil imaginar una literatura que no nazca de ese deseo, el de recuperar la intensidad de la experiencia construida sobre el ideal, y por esa razón, dice Ricardo Piglia, la historia de la literatura se asemeja a la vida de las especies; es una lucha por sobrevivir y perdurar, en la que las formas y los procedimientos literarios se reproducen y mueren en la medida en que se vuelven insuficientes para imaginar el mundo.

Del mismo modo que la expresión pública de un deseo de transformación no puede ser tachada de caudillismo, la literatura colombiana actual no está polarizada políticamente. Sería absurdo declarar que tenemos dos facciones de escritores, cada una ocupándose de retratar en sus libros el acontecimiento político de acuerdo con una ideología con límites establecidos.

Sin embargo, sí estamos presenciando en la producción literaria del país una lucha entre las formas y los procedimientos. Una nueva forma de relacionamiento con la materia social, la proyección de un deseo que se expresa a través del uso de las palabras, y que se origina no solo en la coyuntura política local, sino en ideas que, en un tiempo determinado, comienzan a circular en el mundo. El escritor no está solo cuando imagina. Él también forma parte de ese gran aparato utópico, creación colectiva en eterno proceso de mutación, con que los habitantes de un tiempo inventan lo que aún no existe porque quisieran hacerlo existir.

Un cuadro fragmentado y borroso

Cuando hablamos del presente, así como cuando uno se acerca demasiado a una pantalla, percibimos la película fragmentada y borrosa. Es necesaria la distancia para ver cómo un autor, aún más una generación de autores, intentó hacer existir lo que aún no era.

Hoy, a casi un siglo de que Virginia Woolf publicara La señora Dalloway, podría afirmarse que la autora pensaba que el realismo se había vuelto insuficiente para imaginar y describir el mundo, y que por eso redujo las coordenadas espacio-temporales en su novela (escogió contar la historia no de la vida de una mujer, sino la de un día) y creó una épica de la intimidad, de la subjetividad, en la que los puntos de giro no son acciones puntuales que conducen a la heroína por la trama (desde un punto ciego hasta la resolución clara del conflicto), sino pozos de la memoria y la ensoñación, en los que el tiempo se relativiza y se expande para ir mucho más allá de los hechos y sumergir al lector en la experiencia del cuerpo y de la mente.

Dicho esto, con la nariz pegada a la producción literaria colombiana, frente a esta película fragmentada y borrosa del presente, podemos identificar algunos rasgos en la búsqueda que han emprendido en los últimos años algunos escritores colombianos.

Una historia imperfecta

Si una historia perfecta es aquella a la que no le sobra ni le falta nada en términos narrativos, podría decirse que hoy existe una búsqueda por la imperfección que se manifiesta en el uso libre de las coordenadas temporales de un relato. Ya no hay temor a detenerse. La historia no solo transmite eventos, también permite que el lector los experimente.

Los eventos se ven y se sienten para ser comprendidos. Mientras que el relato canónico (aquel que sigue la tradición de muchos escritores colombianos) se sostiene sobre el secreto, sobre la necesidad de que el lector sienta el vértigo de la búsqueda para encontrar al final la resolución como recompensa a su esfuerzo, las historias imperfectas buscan que el lector tenga y experimente una gama más amplia de emociones, sensaciones y pensamientos durante la experiencia lectora. En el cierre no aguarda casi nunca una explosión pirotécnica y resolutiva, sino una acumulación de sentidos, y no una verdad definitiva.

En Un mundo huérfano (2016), Giuseppe Caputo construye un laberinto de sexo homosexual que parece no tener fin. Hay un momento en que el lector siente hastío y cae en la cuenta de que, como el personaje, aunque quisiera salir de ahí, aún no está listo. Así que continúa hastiado el recorrido hasta que llega al final del capítulo.

La colección de ensayos autobiográficos Somos luces abismales (2018), de Carolina Sanín, ofrece lo que la autora promete en “El sosiego”, la historia que abre la colección: un ejercicio de ubicación espacial, de tránsito por espacios físicos, calles de Bogotá, carreteras rurales, senderos de un páramo, que pierden y recuperan una y otra vez su materialidad. Ellos son territorio firme, punto de ubicación de la narradora, pero, al mismo tiempo, punto de partida hacia el espacio del recuerdo y la imaginación, la naturaleza de una palabra o de un sentimiento, las ideas y la literatura. Por páginas enteras, el lector se siente perdido. No porque no entienda lo que está leyendo, sino porque ya no le quedan migajas de pan para marcar el camino de vuelta. Justo en ese momento, en el del extravío, cuando el lector siente que recorre una figura imposible y sin salida, aparece de nuevo el territorio firme y comprende que en realidad ha estado recorriendo una espiral que desde la entrada hasta la salida tiene muchas terrazas para detenerse a contemplar el mundo. Ha cruzado un libro que no es una carrera, sino una larga caminata con muchas paradas para meditar sobre la condición humana.

La fuente autobiográfica

“Los trapos sucios se lavan en casa”. Durante mucho tiempo, esta máxima sirvió para confinar la experiencia íntima. La única condición para escribir de la vida privada en primera persona era contar, a través de ello, un episodio importante del acontecer nacional. Y aún mejor si quien narraba había protagonizado un acto heroico que valía la pena registrar.

La novela El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince, publicada en 2007, uno de libros más vendidos de la literatura colombiana, cumple esos requisitos: busca desentrañar el carácter del padre, pero lo hace a través de su vida como maestro y defensor de los derechos humanos asesinado por los paramilitares. Si la historia hubiera estado circunscrita a lo que ocurría a puerta cerrada en la casa de Abad Faciolince, el libro tal vez nunca habría salido a la luz. “A nadie le importa tu vida”, se ha dicho por años como regla inquebrantable de la escritura literaria.

Mientras que la ficción en Colombia acoge con naturalidad la experiencia íntima, al relato autobiográfico, en nombre del pudor, del sentido común para distinguir lo épico de lo cotidiano, se le ha pedido expulsarla.

El rescate que hizo Laguna Libros de Memoria por correspondencia, de Emma Reyes, en 2012 marcó un precedente en la literatura colombiana. Hizo evidente que lo que hace a un texto literario es la capacidad que tiene de universalizar, desde la subjetividad, la condición humana.

La literatura se construye también con lo que ocurre a puerta cerrada. Los pequeños eventos de una vida constituyen hitos, momentos de iluminación. La experiencia poética no se origina en la grandilocuencia del insumo, sino en la lucidez de la mirada, en la capacidad que tiene el escritor de ir en busca de una verdad.

Si con el relato de Emma Reyes, un ir y venir por el día a día de una niña que vive en la pobreza y el desamparo, uno termina por entender la desigualdad social, con libros más recientes como Lo que no tiene nombre (2013), de Piedad Bonnett, y Primera persona (2018), de Margarita García Robayo, que transcurren todos a puerta cerrada, uno comprende que lavar los trapos sucios fuera de la casa es validar el espacio íntimo como un lugar de lo político.

La experiencia del cuerpo femenino

Esta es tal vez la mirada más difícil, porque implica muchas variables. La más evidente, que las mujeres no han tenido el espacio suficiente para hablar desde su condición y que en la experiencia sensorial, expandida más allá de la vista y el oído, sentidos con que los hombres tradicionalmente han creado sentido, se encuentra una forma muy distinta de acceder al relato. También está la resignificación de la condición femenina, tradicionalmente narrada desde la perspectiva masculina, a través de la visibilización de temas que han permanecido por fuera del espectro de lo narrativo (la condición hormonal, la maternidad, el aborto); y, por último, la deconstrucción de la perspectiva del hombre blanco del heteropatriarcado capitalista.

Hace tan poco que las mujeres escritoras en Colombia emprendieron una lucha por su visibilización que resulta muy difícil entender la forma que su búsqueda ha ido tomando.

Este año, en la Feria Internacional del Libro de Bogotá, tres libros aparecieron como un intento de desentrañar la forma que ha tomado la escritura de las mujeres en el país: la colección de Planeta, Cuerpos, veinte formas de habitar el mundo; la antología Cuentan, relatos de escritoras colombianas contemporáneas, curada por Luz Mary Giraldo para Sílaba Editores, y Pájaros de sombra, una antología de poetas colombianas de Andrea Cote Botero. Tal vez en la diversidad y en las distintas aproximaciones a la escritura radica el valor de esas búsquedas, y de ese tipo de publicaciones.

En El árbol, de John Fowles, el autor habla de la diferencia de los árboles de manzanas que su padre cultivaba en el jardín de la casa, y los que él mismo dejó crecer en el bosque trasero de su cabaña. Los primeros eran podados y abonados en un orden estricto para que cada año produjeran frutos jugosos, de formas perfectas. Los de él, dejados a su suerte, salvajes, no producían frutos de este tipo, pero sus ramas se expandían y se unían a otras que se unían a otras y formaban un bosque: un diálogo sin fin. Abandonadas a su suerte durante siglos, las palabras de las mujeres son como las ramas de ese bosque.

El género indefinido

En un panorama donde lo común es que cada género exista dentro de una estructura con unos límites fijos, libros como el de Sanín y Volver a comer del árbol de la ciencia (2018), de Juan Cárdenas, ignoran la regla. Este último no es un libro de cuentos, ni de relatos autobiográficos, ni de ensayos: es las tres cosas a la vez. Lo que al inicio era un cuento o un relato autobiográfico muta en un ensayo y vuelve a ser cuento o relato autobiográfico, o las dos cosas. El evento que se registra es visto desde diferentes perspectivas.

Fernando Vallejo y su defensa radical del uso de la primera persona como única forma viable de narrar abrieron un camino para una serie de novelas que se sostienen sobre el lenguaje.

Ese constante transitar por los géneros, que en un inicio se percibe como ruptura, termina por crear capas de sentido. Cárdenas narra un hecho y luego lo piensa desde distintos lugares, como quien duda de su propia mirada. Establece que el narrador no solo es un relator de eventos, sino un sujeto pensante que los cuestiona. En un imaginario literario en que el despliegue de ideas está reservado al ensayo, la existencia de un narrador que se da la licencia de pensar se opone a la idea de show, don’t tell (muestre, no diga), que durante mucho tiempo ha gobernado la producción narrativa del país.

Volviendo a los géneros, en algún momento uno en particular, el género negro, les sirvió a los escritores latinoamericanos para hablar de la realidad. Hoy presenciamos en América Latina una experimentación con la ciencia ficción, con el terror y con ese género impreciso llamado weird, mezcla horizontal de diversas fuentes de la cultura que crea un territorio de géneros indefinidos que no distingue entre fantasía y realidad. Colombia no es ajena a este fenómeno.

Novelas como Vagabunda Bogotá (2017) y El gusano (2018), de Luis Carlos Barragán, Después de la ira (2018), de Cristian Romero, y El pornógrafo (2019), de Hank T. Cohen, derrumban la idea de la literatura colombiana como un espacio donde solo hay cabida para el realismo.

El lenguaje, el habla y el fanatismo

Si algo han temido los escritores en Colombia es que los llamen fanáticos. Fanático es Fernando Vallejo, uno de los escritores vivos más importantes de Hispanoamérica. Su defensa radical del uso de la primera persona como única forma viable de narrar abrió un camino para una serie de novelas que se sostienen sobre el lenguaje, una retahíla musical, mezcla de idioma y habla, puja permanente entre la forma correcta de decir y la oralidad que se desborda. De ella, de esa materia viva que es el lenguaje, subjetividad a flor de piel, se vale para construir el relato.

Gilmer Mesa en La cuadra (2016) y Luis Miguel Rivas en Era más grande el muerto (2017) han creado libros cuyo valor radica no solo en los episodios de la realidad colombiana que visitan, sino también en el uso del lenguaje. Dos pensamientos surgen de la forma en que ambos lo hacen. Por un lado, la idea de que la literatura urbana (bogotana) y culta es insulsa, carece de pasión y por la tanto de sabor; la gran mayoría de obras importantes colombianas han sido hechas por escritores de lugares distintos a la capital del país. Por otro lado, que el lenguaje siempre será el espacio de la subjetividad y, por ende, del fanatismo.

*Salgado es escritora, editora y autora de la novela La lesbiana, el oso y el ponqué. Entre 2018 y 2019 fue directora cultural de la Cámara Colombiana del Libro.

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