GUANTES DE TERCIOPELO

Me puse el vestido azul de mi mamá y, con unos alambres que había en el cuarto de atrás, hice una corona y me la acomodé en la cabeza. Intenté ponerme unos zapatos de tacón, pero vi que no iba a poder caminar, entonces desistí y quedé descalzo. El colorete lo cogí de una carterita que la sirvienta había olvidado. Eso fue todo. Era suficiente. Salí al patio y, bajo la luz del farol, empecé a caminar. Saludaba batiendo la mano derecha, y sonreía, sonreía mucho. A veces, imaginando que me gritaban que era la más linda, la reina más linda de todas, decía gracias, gracias, y tiraba besos.

Una semana antes lo había aprendido. Esperanza Gallón, la señorita Colombia, había venido a Girardot. Nadie se perdió su paso por las calles; iba en una carroza grandísima, antecedida por la banda municipal. Así como yo, sonreía, batía la mano derecha, tiraba besos y decía gracias, gracias. A mí me miró, sí. Un poco antes de que el desfile llegara a la estación del ferrocarril, le grité un piropo que ya una persona le había dicho (y que ella parecía haber ignorado): «¡No hay sonrisa más linda que la tuya!». Entonces me tiró un beso y después dijo a los gritos algo que me sonó como: «¡Tan lindo, gracias!». La seguí durante todo el desfile, pero no tuve ni la plata ni la edad para ir al baile de gala que se celebró esa noche en el Hotel Tocarema.

En el patio de mi casa podía imaginar a Esperanza de traje largo bailando el vals con el alcalde y los militares. Eso hice, yo fui ella: con el vestido azul de mi mamá y la corona de alambres en la cabeza, bailé; y después, muy derecho, con la espalda muy recta, me senté en un butaco frente a una vieja mesa desbaratada y sentí que era la reina y que cenaba las más raras delicias mientras todos los asistentes me miraban.

Andrés Arias, escritor. | Foto: Cortesía del Fondo de Cultura Económica.

Mi mamá había salido a acompañar a doña Ruth, una viuda reciente, en el quinto día de novenario. Eran las ocho de la noche del lunes treinta de enero del año en curso, 1956, y la casa era sólo mía. Nadie más vive con nosotros. No tengo hermanos. Mi papá lleva cinco años perdido. Todo el mundo dice que lo mataron, que la chusma lo acribilló en un corregimiento de El Espinal, pero no he visto el cadáver; a lo mejor andará por ahí, desmemoriado, volado, o armado. Desapareció cuando yo tenía nueve años. Administraba una de las fincas de la familia, pero sobre todo le hacía campaña al, así decía, glorioso Partido Conservador. Cuando se perdió, era concejal de Flandes y miembro del Directorio Conservador del Tolima. No sé si me quería. Nunca me dijo. Nada de besos y abrazos. Lo que más me decía era: «Ande derecho y con las piernas abiertas, nada de maricadas». Qué pereza que este sea mi último recuerdo que tengo de él, pero qué se le hace, es así: la noche antes de que se fuera madrugado para El Espinal a encontrarse con la muerte o con lo que haya sido, me dio una pela porque repetí algo que les escuché comentar a unas maestras de la escuela. Decían que doña Berta y doña María eran las primeras damas peor vestidas de la historia del país. Mientras me daba correa, decía: «Los hombres no hablan de eso; y además es mentira, son dos señoras elegantísimas».

Yo había leído que la velada en el Tocarema iba a incluir un desfile de modas con las nuevas tendencias para llevar en verano. Esperanza y sus princesas serían las modelos. Entonces, empecé a caminar por el patio con las manos en la cintura y cada cinco pasos daba una vuelta. La falda del vestido azul de mi mamá se levantaba y volaba como una nube. Jugaba a aceptar un clavel por parte de uno de los asistentes al desfile (mi corona ahora era un sombrero y además creía llevar unos guantecitos de puntos todos coquetos) cuando escuché algo detrás de mí, un sonido en el zaguán.

Corrí a esconderme, pero sé que él alcanzó a ver algo. Quizás no vio la corona ni el colorete, pero sí pudo ver que yo llevaba puesto algo que no era una camisa y un pantalón. Logré encerrarme en mi cuarto. Respondí a sus gritos diciendo que estaba maluco, que ahora salía, y me limpié la cara, escondí el vestido y desbaraté la corona.

¿Por qué mi mamá no me había dicho que Eudoro iba a venir? Hace más o menos tres años me lo presentó como un pariente lejano (creo que es primo segundo de mi papá) que nos iba a visitar de vez en cuando. Supongamos que le creí, pero ya no soy un niño y ahora sé muy bien que se quieren. Él viene a veces los viernes o los sábados por la noche, me da plata, tampoco mucha, mi mamá me dice que me vaya para donde Sixto o para cine y entonces se encierran. Sé más. Atando cabos entre lo que leí en unos marconis que mi mamá guarda en su tocador, lo que le escuché decirle a los gritos una vez que la acompañé a llamarlo a la telefónica y lo que se dicen cuando yo estoy en la casa y no me he ido o ya llegué, él tiene mujer e hijos en Bogotá.

Nunca salen. Jamás caminan juntos por Girardot. Mi mamá no habla de él con nadie, y cuando las vecinas le preguntan por ese señor que nos visita cada ocho o quince días, y que hasta llave tiene, ella contesta que es un cuñado, que viene a entregarle cuentas de una de las fincas de la familia. Por eso me cogió por sorpresa: él siempre avisa, y nunca viene un lunes.

Cuando al fin salí del cuarto, le dije, intentando lucir calmado:

«Don Eudoro, buenas tardes. ¿Qué hace por aquí?».

«¿Usted qué estaba haciendo ahora en el patio?».

«Ensayando para la obra de teatro».

«No me crea pendejo, Duván. Cuidado, mijito, que matar maricas no es pecado y además se van derechito pa’l infierno».

Eudoro Duarte tiene el más extraño de los trabajos. Si le preguntan, dice que es periodista, pero miente: es dizque censor. Lo que hace es revisar los artículos de los periódicos. Se lee todo de pe a pa antes de que el diario se vaya a impresión.

Si encuentra una sola palabra que no hable bien del gobierno, el texto tiene que ser corregido, y si no hay tiempo de corrección, el espacio correspondiente sale en blanco. Hay más. Si los periodistas se ponen de rebeldes y deciden publicar el artículo sin las correcciones recomendadas por él, Eudoro avisa al gobierno y el periódico es multado. O cerrado. Alguna vez me contó que gracias a su trabajo fue que clausuraron El Siglo: «Se descararon y yo le di el consejo al Gran Jefe», dijo inflando el pecho. Eudoro odia a los liberales, pero odia todavía más a Laureano Gómez. «El Monstruo hijueputa», le dice.

Ahora se encarga de censurar El Espectador. «Los tengo entre ojos —repite y repite—. Están que pisan la cascarita, y les va a pasar lo mismo que a los comunistas masones de El Tiempo, que están más jodidos que los de El Siglo, y dizque quieren sacar nuevo periódico. Ahí mismito se los hago cerrar».

«¿Su mamá? ¿Dónde está Alicia?».

«Está donde…».

«Vaya tráigala. Hágame el favor. Con disimulo».