Con apenas 15 años, Mauricio Diazgranados les pidió permiso a sus papás para comprobar que estaba listo para “sobrevivir solo en la naturaleza”. Quería viajar por su cuenta al páramo de Chingaza y confirmar lo que intuía desde hacía tiempo: que podía alcanzar la fortaleza de los niños del Tíbet, esos que aspiraban a ser monjes y soportaban horas de frío, lluvia y nieve para entrenar el cuerpo a través de la mente. “Si ellos logran ese estado mental para controlar su cuerpo, yo también tengo que poder”, se decía.

Sus papás, una artista y un ingeniero civil, no estaban de acuerdo, a pesar de conocer todo lo que Mauricio había leído durante los ocho años que vivieron en Buenos Aires. Se había devorado libros de meditación, yoga, sánscrito, lamaísmo tibetano, chamanismo indígena, las memorias de un alemán que cruzó el Amazonas sin equipaje y solo con chanclas, dietas frugales para hacer vivac, mapas de Parques Nacionales, vegetarianismo (que aún hoy practica) y mucho más. Su conocimiento era excesivamente amplío para alguien de su edad, pero en todo caso insuficiente para que sus padres lo dejaran.

Mauricio no acató la orden. Una noche se puso los zapatos del colegio, se colgó al hombro el maletín donde llevaba un cuchillo, una linterna de pilas AA y un sleeping bag de playa, salió de su casa luego de pedirle a su hermano que no lo delatara y tomó un bus en la carrera décima con calle sexta rumbo a Guasca, en Cundinamarca. La niebla y la lluvia se hacían cada vez más densas, y su ropa no era la adecuada; pero aun así creyó que podía lograrlo, sin medir que su plan era todo menos perfecto.

Se dio cuenta de eso al empezar a subir hacia las Lagunas de Siecha, en plena madrugada, siguiendo las indicaciones de unos campesinos de la zona. Sus zapatos se hundían en el fango y por ratos debía avanzar descalzo. Su ropa estaba empapada y apenas podía ver. Además, el frío al dormir junto a una laguna era insoportable. Pero no se devolvió. Y no lo hizo en tres días, durante los cuales se alimentó de algunas frutas, esquivando la inanición. El deseo de probar su fortaleza le impedía regresar. También la fascinación por la naturaleza, y en especial por los frailejones, de los que nunca había oído hablar en el colegio. Fue un encuentro con su destino.

Dedos que sostienen la vida

Colombia es el país con más frailejones en el mundo y alberga más de 90 especies en su territorio. Algunas de estas plantas, fundamentales para la supervivencia de los páramos y la regulación del agua que consumen los humanos, pueden acumular hasta seis litros de agua en su tallo y servir de refugio para pequeños anfibios, reptiles e incluso hasta 50.000 insectos. “Son como dedos de la tierra, como extensiones del suelo hacia arriba. Y hay muchos hábitats en estas plantas. Son como microecosistemas que, si fueran removidos por minería, por poner un ejemplo, el páramo perdería su capacidad de aprovisionamiento de agua y de conservar un suelo que actúa como esponja. No es que de los frailejones venga el agua. Eso es un mito. Pero, sin ellos, el páramo colapsa”, explicó Diazgranados.

Su vida ha estado rodeada de frailejones, especialmente desde hace unos 20 años, cuando comenzó a estudiar las muestras recolectadas por el botánico español José Cuatrecasas, uno de los padres de la botánica colombiana. Eran unas 36 cajas llenas de especímenes de todo el país, incluidos algunos extraídos del barrio Egipto, en Bogotá, cerca de las avenidas Caracas y Jiménez, cuando aún crecían allí estas plantas.

Mauricio empezó a enviar muestras a herbarios de distintos países, y varias fueron recibidas en 2006 por el Jardín Botánico de Nueva York, donde curiosamente ingresó en 2023 como director científico, después de haber trabajado en los jardines botánicos de Bogotá y Londres. “Los frailejones son el alma de los páramos. Son hermosos y elegantes a pesar de las condiciones tan duras que les toca. Son resilientes, persistentes. Tenemos mucho por aprender de ellos”, dijo Mauricio. De hecho, mucho de frailejón hay en él: fortaleza, paciencia y la capacidad de mantenerse firme ante la adversidad.

Justamente eso fue clave para sobrevivir, a los 15 años, en su primera expedición en Chingaza, que terminó solo porque unos campesinos lo echaron. “Al tercer día me dijeron que si me quedaba, iba a morir”. Ni haber arriesgado su vida, ni el desgaste físico, ni la molestia de sus papás al llegar a casa sirvieron de escarmiento. Más bien, se convirtieron en motivación. “Soñaba con explorar todo porque amaba la naturaleza, y la amo. La naturaleza me quita el aire cuando veo un paisaje, una cascada, una especie… A veces tengo un encuentro del tercer tipo y quedo sin aliento. Es como un regalo de la vida”, dijo, conmovido.

Desde entonces ha llevado al límite sus emociones en muchos ecosistemas: el miedo al sentirse acechado por un jaguar en la Sierra Nevada de Santa Marta, la perplejidad al ver una anaconda en el río Atrato, la dicha de tocar un delfín en el mar, la plenitud de sentirse conversando con un colibrí en el páramo, o la fascinación cuando un taita en el Amazonas curó a sus estudiantes de diarrea con extractos del árbol Couma macrocarpa.

Nada le impidió seguir el camino que pareció definirse desde aquella huida temprana. Ni la oferta de una beca si optaba por estudiar matemáticas y física en lugar de biología en la Universidad Javeriana, ni la violencia del país, que bien pudo desviarlo hacia otro rumbo. “Yo he estado muy, muy cerca de morir muchas veces”, contó.

Antes de graduarse del colegio, por ejemplo, quedó en medio de una balacera durante una expedición en el Chocó. Murió la persona que estaba a su lado, amigo y novio de su hermana. Años después, tras terminar el pregrado, varios asaltantes le dispararon en el pecho y en las piernas a la salida de un banco en Bogotá. “Hubo una serie de milagros que condujeron a que no me muriera, me salvaran en la clínica y que no quedara inválido”.

También logró escapar del frente 53 después de que lo retuvieran mientras caminaba por Sumapaz. Y cuando era profesor, un rocket cayó a pocos metros de donde estaba con sus estudiantes en un pueblo de Cundinamarca. El impacto lo absorbió un árbol. “Todos salimos volando, y pensé que estábamos muertos. Pero el árbol nos salvó”, recordó sobre esa época como docente de botánica en la Javeriana.

Sin embargo, más que a la muerte, a Mauricio le asusta que su vida no haya valido la pena. “Yo quiero que mi vida, a través de la ciencia, ayude a dejar un planeta más justo, más sostenible, donde podamos proteger la naturaleza y entender que la conexión entre ella y la humanidad es necesaria”.

Hay cifras globales que podrían desanimarlo. Según la Organización Meteorológica Mundial, 2024 fue el año más caluroso registrado. Ese mismo año se perdieron 6,7 millones de hectáreas de selva tropical, un aumento del 80 por ciento con respecto a 2023 y la mayor cifra en al menos dos décadas. Las principales causas fueron incendios y tala, en su mayoría provocados por humanos. Según el informe del Laboratorio GLAD de la Universidad de Maryland, Colombia fue el séptimo país con mayor pérdida de bosques primarios en 2024, solo superado por Brasil, Bolivia, Congo, Indonesia, Perú y Laos en 2024

Aun así, Mauricio no pierde la esperanza de ver una humanidad más consciente en términos ambientales y un mundo lleno de ciudades verdaderamente biodiversas. “Hay muchas formas de revertir esta situación. A mí lo que más me preocupa es que nos falta entender que somos parte de un sistema complejo, y que nuestras decisiones individuales afectan generaciones futuras. La naturaleza no está allá afuera, somos parte de ella. Protegerla no es altruismo, sino obligación”, señaló.

También reconoce que es difícil lograr que las personas conserven fortaleza cuando enfrentan problemas urgentes como el hambre. “Hay que hacer lo que sea para sostener a la familia. Y si eso implica talar, pues la gente tala. Donde hay pobreza, normalmente hay problemas ambientales fuertes también”, explicó. Sin embargo, insiste en la necesidad de repensar el modelo de desarrollo capitalista, que, a su juicio, no permite una vida armónica con el entorno. “No es sostenible en el largo plazo”.

Mauricio también cree que, aunque a paso lento, Colombia ha tenido avances. Si bien le preocupa el retroceso en algunos indicadores de seguridad y pobreza, que impactan directamente el medioambiente, también da fe de una mejoría en el aporte científico. “Hemos avanzado mucho. Colombia es una de las naciones más pujantes del área. Antes éramos muy incipientes. Pero ahora somos una nación fuerte en capacidad científica y hemos logrado inundar la ciencia con nuestros aportes”.

El suyo ha sido constante a lo largo de este siglo. Hoy, desde el Jardín Botánico de Nueva York, trabaja en soluciones basadas en plantas para mitigar el cambio climático y revertir la pérdida de biodiversidad.