Ahí estaba yo, a mis 18 años, viendo con apatía un folleto de la universidad a la que, casi a rastras, me llevó mi madre, quien con más fe que recursos para que, como fuera, yo pudiera estudiar. Pero lo que me proponía mi papá no era Medicina, la carrera que yo quería estudiar. Eran otras opciones que me condenarían a ser una oficinista más.

Administración de Empresas, Comercio Exterior, Ingeniería de Sistemas, algunas carreras tecnológicas y una más que, para ese entonces, era muy extraña para mí: Contaduría Pública. Esas eran mis opciones, todas igual de insulsas para mí. Mi cara de decepción y frustración, leyendo el folleto, contrastaba enormemente con la de mi madre, que, ilusionada pero angustiada, pedía en una plegaria silenciosa que yo eligiera algo. ¡Lo que fuera! Porque claro, la hija que con tanto esfuerzo había logrado graduarse de bachillerato no podía quedarse sin ir a la universidad, aunque no fuera a estudiar Medicina.

Allí no había espacio para la terquedad: los veinte mil pesos que había pedido prestados para los buses de esa diligencia, y sobre todo el inminente crédito con el Icetex —por el que estaba dispuesta a hipotecar su casa— no podían aceptar un “no” como respuesta de mi parte.

Fue entonces cuando, frente a aquel impreso de opciones, cerré los ojos, moví el dedo de arriba abajo por la lista y, al pinochazo, escogí.

¿Contaduría Pública? ¿Y eso con qué se come? ¿Qué rayos hace un contador? Porque el que estudia Contaduría es contador, ¿o no?

Mientras yo me perdía en estas preguntas, mi madre —sin perder un minuto— corría, folleto en mano, hacia la ventanilla donde iban a firmar mi sentencia. Veinte minutos después: casa empeñada, matrícula hecha.—¡Mamita, entra el lunes! —me dijo mi mami, con cara de que se acababa de ganar un Óscar. Y yo decidí dejarme llevar. Total, ya era tarde para correr.

Han pasado muchos años. Que no importe cuántos. Porque esa es la única cuenta que no nos gusta llevar a las contadoras.

Pero ahora cada vez que rememoro esta historia, la gente siempre me pregunta cómo fue que decidí dejar mi vida al pinochazo. Es más, la mayoría ni siquiera me cree —y los entiendo—, porque viendo cómo están las cosas ahora, cuesta creerlo. Hoy respiro contabilidad, sueño contabilidad, vivo la contabilidad. No hay un solo día de mi vida que no gire en torno a ella. Soy CEO de Tax Accountant SAS, mi empresa de servicios contables, docente universitaria y coach de personas que, como yo en su momento, tampoco sabían qué era un contador.

Claro, parece imposible pensar que no hubo vocación detrás de todo esto. Y no, no la hubo. Al menos no al principio.

¿El secreto? Sé cómo un pato. ¿De qué hablo? Los patos son el mejor ejemplo de adaptación de la naturaleza: caminan, nadan y vuelan.

Por eso, si la vida te saca de tu zona de confort, si te empuja lejos de lo que creías que era lo único que sabías hacer, pues vuélvete un pato.

Si tienes que caminar, caminas.

Si tienes que nadar, nadas. ¿Y si tienes que volar? ¡Pues vuelas, como los patos!

Al principio no es fácil. Pero nunca nada lo es.

No lo fue para mí tampoco: cuentas T, partida doble, estados financieros, todo era chino para mí. Lloré de frustración muchas veces cuando estudiaba, porque no entendía nada. Y luego volví a llorar otras tantas cuando tuve mis primeros clientes, porque ellos no me entendían a mí. Pero cuando entiendes el valor de lo que haces, cuando puedes ver que, de alguna manera, tu trabajo impacta positivamente en los demás, es como una revelación. Es como cuando Neo vio la Matrix por primera vez y lo entendió todo.

Y así pasa. La vida, a veces, es un poco más difícil, con más obstáculos. Nos reta diariamente. Y claro, rara vez resulta como nosotros queremos.

Pero eso no significa que debamos desanimarnos o pensar que ahí se acabó todo, siempre hay opciones. Y a veces, esas opciones son maravillosas, oportunidades impensadas que pueden traernos mucha felicidad.

¡No se trata de resignarse, sino de abrirse a lo inesperado!