La Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Clima (COP30) acaba de concluir con un mensaje claro: el mundo ya no discute si habrá o no una transición energética, sino cómo llevarla a cabo sin dejar a nadie atrás. La conversación dejó de anclarse en la nostalgia por una era que está llegando a su fin y se movió hacia un terreno más exigente: el de la planificación estratégica, la innovación y la corresponsabilidad.

El clima de Belém fue claro. La transición ya no se concibe como un salto abrupto, sino como un proceso progresivo, guiado por decisiones inteligentes, políticas claras e innovaciones que permitan que los países continúen creciendo sin comprometer sus ecosistemas. Y allí emerge un actor cuya relevancia ya nadie cuestiona: el sector privado.

Ningún país podrá consolidar un modelo energético moderno y sostenible si sus empresas no están sentadas en la mesa desde el comienzo. Las compañías ya están repensando sus operaciones, su eficiencia y sus metas de descarbonización, pero estas transformaciones solo generan impacto real cuando se articulan con una visión de país y con una planificación pública de largo plazo.

Por eso propongo un giro necesario: dejar de hablar de la transición en tono fatalista. Sí, en la COP30 hubo actos simbólicos que marcaron el cierre de la era de los combustibles fósiles. Sí, hubo discusiones tensas. Fue un funeral que abrió paso a una nueva etapa, no un salto al vacío. Fue un reconocimiento histórico: los combustibles fósiles cumplieron un papel crucial durante más de 150 años. Lo que sigue no es ausencia, sino oportunidad. Es la posibilidad de construir un modelo económico que genere empleo, prosperidad y competitividad dentro de los límites planetarios y bajo enfoques verdaderamente regenerativos.

Colombia dejó mensajes contundentes en Belém, Brasil: reducir progresivamente la dependencia de los combustibles fósiles, acelerar la adopción de energías limpias, mejorar la eficiencia energética y, sobre todo, garantizar compromisos verificables por parte de actores públicos y privados. Para un país cuya estructura fiscal y laboral depende en parte de sectores extractivos, estas señales son particularmente relevantes. Pero también lo es nuestra enorme capacidad de innovación, biodiversidad y creatividad empresarial, que pueden convertirnos en un referente regional en soluciones sostenibles y economías verdes.

El sector privado es, entonces, mucho más que un invitado. Es protagonista. Es quien debe liderar el caso de negocio y de mercado. Sus decisiones de inversión, sus alianzas, sus avances tecnológicos y sus prácticas de sostenibilidad determinarán la velocidad y la calidad del cambio. Ya vemos empresas —desde grandes corporaciones hasta pequeños emprendimientos— electrificando flotas, reduciendo emisiones, innovando en economía circular o instalando paneles solares. La clave es que ese movimiento no sea aislado, sino que responda a un propósito compartido.

La transición energética no significa renunciar al desarrollo. Significa hacerlo posible en el futuro. Significa más y mejores empleos, territorios más resilientes, empresas más competitivas y comunidades con mayor bienestar. Se trata de imaginar una nueva era económica donde la prosperidad no dependa de agotar lo que sostiene la vida, sino de trabajar dentro de los límites del planeta y aprovechar la ciencia, la tecnología y la cooperación para generar valor de manera sostenible.

Ese es, al final, el mensaje que deja la COP30: los actos simbólicos honran el pasado, pero lo que define el futuro es la visión colectiva y la capacidad de planificar y ejecutar. Colombia puede liderar esta nueva etapa, siempre que el sector privado y el sector público trabajen juntos con visión, responsabilidad y compromiso con el largo plazo. La transición energética no es un final: es el comienzo de una economía más próspera, más justa y más sostenible.

Juliana Uribe Villegas, cofundadora y CEO de Movilizatorio