Amaneció en Valledupar con un eco que no viene del Guatapurí, sino del alma: Colombia será representada en Kayseri, Turquía -reconocida como Ciudad Creativa por la UNESCO- por ocho jóvenes artistas vallenatos. No es solo una noticia, es un suspiro del alma nacional que se convierte en canto.
La delegación, integrada por talentos de las escuelas de formación de la Oficina de Cultura de Valledupar, participará en un proceso de circulación artística e intercambio de saberes. Este viaje representa un paso significativo en la proyección internacional de nuestra cultura y una señal poderosa de que el vallenato no tiene fronteras, solo alas.
Y entonces, es inevitable mirar hacia atrás. Porque esta no es una historia cualquiera: es la historia de un pueblo que le canta al río, al amor, a la ausencia, al destino. Mucho antes de que existieran estudios o plataformas, ya se escuchaban cantos en las montañas de la Sierra Nevada. Los pueblos arhuacos, koguis y wiwas usaban la música como un idioma para comunicarse con la naturaleza. Luego llegó el tambor africano con la fuerza de quienes sobrevivieron al dolor, y más tarde las guitarras españolas trajeron sus coplas. Así, en Valledupar, nació un milagro mestizo: el vallenato.
El tambor se abrazó con la guitarra; la guacharaca, que imitaba el canto del ave, se sumó. La caja marcó el pulso. Y el acordeón -ese forastero alemán que encontró hogar entre los patios de tierra- selló el pacto sonoro. Valledupar se convirtió en cuna, en refugio y en altavoz. De allí han salido himnos, poetas y ahora jóvenes que llevan esta raíz hasta Kayseri, en el corazón de Anatolia.
Valledupar no es solo una ciudad, es un canto permanente. Aquí la música no se escucha: se respira. Desde el niño que toca la caja con una tapa de olla hasta el viejo juglar que improvisa décimas en la esquina, todos somos notas de una misma partitura.
Aquí nacieron los aires que estructuran el alma vallenata:
El son, que habla con nostalgia; el merengue, que enciende la fiesta con picardía; la puya, que reta a los valientes acordeoneros en duelos feroces; y el paseo, que enamora con versos dulces como la brisa de mayo. Cada uno cuenta una parte del corazón de esta tierra, y todos viajarán, simbólicamente, en las maletas de los jóvenes que parten a conquistar oídos turcos.
Y es que el vallenato ha cruzado fronteras. Se ha colado en emisoras de México, España y Canadá. Se ha fusionado con otros ritmos y ha resistido. Como decía Rosendo Romero: “El folclor es como la serpiente: cambia de piel para no morir”. Y así ha sido.
Nuestros jóvenes no van solo a tocar música. Van a contar la historia de un país, a narrar con acordeón la resiliencia, la alegría y la herencia que llevamos en la sangre. Representan esa estrella binaria que nos habita a los vallenatos: una que brilla en la tarima y otra que late en casa. Tal como lo retratamos en Estrella Binaria, donde el Cocha Molina no es solo un rey del acordeón, sino también un padre, un maestro, un faro.
El vallenato es mucho más que música: es una forma de proteger la vida. En una tierra marcada por contrastes, ha sido salvavidas, puente y raíz. No es un dato menor: los niños y jóvenes que se forman en música y cultura tienen hasta un 80 % menos de probabilidades de ingresar a redes criminales. Quien crece tocando un acordeón difícilmente termina empuñando un arma.
El vallenato es una estrategia de paz silenciosa, pero poderosa. Es la voz de los barrios y de las veredas, de quienes han encontrado en la melodía una salida al olvido. Es una herramienta de transformación social. También es defensa del medioambiente, porque en cada canción se retrata un paisaje: el río que murmura, la sabana que suspira, el árbol de mango que guarda secretos. Es una forma de memoria ecológica.
Y, por encima de todo, el vallenato es unión. La música une lo que el miedo separa. Une generaciones, clases sociales y pueblos enteros. Es un lenguaje común. Aquí, y en Kayseri.
Desde el Museo Cocha Molina, desde la plataforma Huellas del Maestro, desde las plazas y calles de nuestra ciudad cantadora, celebramos esta nueva página en nuestra historia. Porque cada nota que se toque en Turquía llevará el sello de una tierra que jamás se rinde: Valledupar.
Y que quede claro: cuando un joven vallenato toma su acordeón, no solo interpreta una canción. Interpreta a Colombia.
Julieth Peraza Torres, gestora cultural, autora de Estrella Binaria y directora del Museo Cocha Molina