Elegir a un líder se ha vuelto más complejo de lo que parece. Vivimos rodeados de mensajes, discursos y gestos grandilocuentes; gente que dice, que promete, que aparece en todas partes. Sin embargo, pocas veces nos detenemos a preguntarnos si esa presencia significa liderazgo o simplemente protagonismo. Y ahí es donde, como sociedad, cometemos uno de nuestros errores más costosos: confundir al líder con el activista y al activista con el protagonista.

El activista es necesario: su función es señalar, incomodar, llamar la atención sobre asuntos urgentes. Su misión está en la denuncia, en la movilización, en el ruido que obliga a que lo invisibilizado entre en agenda. Pero el activista no siempre sabe construir; muchas veces se queda en la crítica permanente, en la indignación eterna, en la idea de que la lucha nunca puede parar porque detenerse sería perder impacto. Y en ese entusiasmo puede olvidar que transformar también requiere acuerdos, detalles, procesos y paciencia.

El protagonista, en cambio, vive de la luz y necesita la cámara. Se alimenta de los aplausos, los likes y las historias compartidas. Construye una narrativa donde él o ella siempre es el centro de la escena: el salvador, el que tiene la verdad, el que “por fin” entiende lo que nadie más entiende. Su rol no es transformar ni denunciar, sino asegurarse de que nunca dejemos de verlo. El protagonista no incomoda, porque hacerlo sería arriesgar su popularidad; tampoco construye, porque eso requiere esfuerzo silencioso. Lo suyo es la apariencia, no la acción.

Por otra parte, están los verdaderos líderes. Los que a veces no hablan tanto, pero hacen que las cosas sucedan. Los que entienden que dirigir no es ser el centro, sino sostener un equipo, una comunidad o un territorio. Los que escuchan primero y opinan después. Los que no compiten por aplausos, sino por resultados. Los que saben cuándo pelear, cuándo negociar, cuándo avanzar y cuándo esperar. Los líderes son los que dejan marca, aun cuando su nombre no aparece en los titulares.

Elegir bien es saber distinguir. Elegir bien es hacernos responsables de lo que decidimos como ciudadanos, como equipos, como territorios. Porque, al final, un líder no se improvisa, y un proceso no se sostiene con ruido ni con likes.

Un territorio no cambia porque alguien grite más fuerte, sino porque alguien hace mejor las cosas. Una empresa no crece con discursos, sino con decisiones. Una comunidad no se transforma con visibilidad, sino con coherencia.

Necesitamos líderes que incomoden con hechos y que sepan sumar voluntades en lugar de coleccionar seguidores. Referentes que entiendan que servir es un verbo y no una acción que se proclame sola.

El reto es nuestro: dejar de caer en el brillo fácil, escuchar con más claridad, observar con más cuidado y preguntarnos qué hay detrás de cada discurso, de cada post, de cada promesa.

Porque elegir no es solo ejercer un derecho. Elegir también es construir un futuro, y ese futuro depende de a quién ponemos al timón.

Ana Janneth Ibarra es CEO de Grupo Axir