Los nervios se apoderaron de mí. Eran las cuatro de la tarde de un jueves y el vuelo daba cuenta de la salida desde Bogotá, en Colombia, con arribo a Hong Kong dos días después. Un largo viaje con escala en Estambul (Turquía), una espera de unas horas, para luego aterrizar en el referido territorio del continente asiático.

Estando en dicho territorio, 48 horas después por cuenta de las escalas y la diferencia horaria (13 horas adelante en Asia frente a Colombia), vino el primer gran susto: las autoridades de migración en Hong Kong se preguntaban qué hacía un colombiano en tierras tan lejanas y con las credenciales de periodista. De inmediato, fui puesto en unas sillas disponibles para todo aquel que entra a revisión. El oficial de Migración empezó a hablar en un inglés combinado con mandarín que prácticamente hacía imposible su comprensión. Al estilo del famoso programa Alerta aeropuerto, de National Geographic, me pedía el pasaporte y la documentación que diera constancia de que contaba con un tiquete de regreso a mi país o, por lo menos, un tiquete que diera total credibilidad de que, luego de tres semanas, dejaría ese territorio. En medio de las facultades propias que da el dedo índice de señalar todo cuanto se pueda, finalmente el oficial accedió a que siguiera mi camino. Con todo y que tenía la visa china (ese país la exige), otra pudo ser mi suerte, teniendo en cuenta la rigurosidad conocida de las personas de ese lado del mundo en materia de seguridad.

Después de semejante susto, vino el asombro y, de nuevo, el miedo, la incertidumbre. En la noche, Hong Kong lucía absolutamente espectacular, con unos rascacielos iluminados que dejan con la boca abierta a quien los contempla. Mi destino final era Shenzhen, una imponente metrópoli de China, famosa porque allí se construyen cerca de 3.000 millones de celulares al año para ser distribuidos por el mundo. Saliendo de Hong Kong, la persona a bordo del automóvil que me movilizaba dio el aviso que me generó escalofríos.

Edificios y rascacielos se destacan en el distrito de la isla de Hong Kong. | Foto: SEMANA

Era hora de hacer migración terrestre con China, un proceso idéntico al que acababa de vivir. “¿Cómo así?”, se preguntaría un desprevenido turista. Hong Kong sostiene un largo litigio con China, se considera país independiente y no parte de China. Por eso, quien entra y sale de su territorio debe hacer los trámites migratorios. Así las cosas, aunque su aspecto físico es idéntico, sus maneras de hablar muy similares, sus costumbres las mismas, entre ellos se consideran diferentes y debía asumir que estaba pasando de un país a otro por tierra. Se vino una fila incesante de todas las personas bajadas de los vehículos. Para ese momento, ya habían pasado 22 horas en el aire entre Colombia y Asia, interrumpidas por la escala en Europa. La diferencia horaria con mi país de origen era de 13 horas y el cansancio era absoluto.

“Señor, por favor regístrese en nuestra plataforma digital”, se leía en un documento en inglés puesto a la vista de todos los presentes. Cualquier persona lo consideraría un trámite, abrir una página y diligenciar un documento. En mi caso, llevaba habilitado desde Colombia el denominado roaming, entendido como la posibilidad de utilizar una cobertura de red distinta a la del país de origen y así poder navegar sin contratiempos. La solicitud expresa fue escanear un código de barras y completar la información requerida, contenida en mandarín y en inglés.

Desde ese momento, el celular empezó a “fallar”. No entendía cómo no me abría la página si tenía todo habilitado. Me pidieron acceder a través del wifi del lugar, hice lo que pidieron y pude avanzar de regreso al vehículo una hora después de este segundo registro desde que bajé del avión. Estar en China ya era para ese momento un acto heroico.

Tan solo fue estar en territorio chino para notar que Google, WhatsApp, Facebook e Instagram dejaron de funcionar. Debía adaptarme y entender que en el marco de esas tensiones con Estados Unidos, el gigante asiático dejó cerradas esas apps en su país. Aquí ya no era Google, era Baidu, con el problema personal de no entender absolutamente nada en mandarín. Ya no era WhatsApp, era WeChat, muy posicionada en este lado del mundo y con facultades prácticamente idénticas. El asunto era que tenía que pedirle a mi ser querido en Occidente, mediante una llamada telefónica, que descargara la misma aplicación para poder comunicarme. De lo contrario siempre sería a través del costoso servicio telefónico.

Muchas personas en China optan por descargar una VPN, que significa Virtual Private Network, o red privada virtual. Existen múltiples aplicaciones y permiten que alguien se conecte a una red europea, por ejemplo, y así poder entrar a plataformas como Facebook o Instagram. De lo contrario, es imposible. Es fácil encontrar personas que dicen que lo logran, otras no, por más de que, incluso, descarguen aplicaciones pagas.

Turistas caminan por la calle peatonal Nanjing Road en Shanghái, China, el 8 de junio de 2023. | Foto: SEMANA

Luego de ello, de Shenzhen a Shanghái, me enfrenté a avances tecnológicos sin igual. Dos menciones de referente: el servicio de metro de Shanghái consta de 18 líneas, 506 estaciones y 802 kilómetros de distancia. Mientras en algunas ciudades como Bogotá la discusión se centra en su implementación, en si será subterráneo o elevado, aquí forma parte de su robusto sistema de transporte. ¿Cuál es el desafío? Que ni yo hablaba inglés completamente fluido ni los chinos de a pie lo entendían, por mucho que lo intentáramos. Además, las estaciones contienen su información en mandarín y muy pocas vallas o letreros en inglés se logran descifrar.

Indicaciones de movilidad en el gráfico ubicado en el metro de Shanghái (China). | Foto: SEMANA
En Shanghái, China, los ciudadanos escanean códigos en una estación de metro para acceder por una puerta. | Foto: SEMANA

Fue un intento fallido. No hubo de otra que salir de la estación del metro y volcarme a las calles, al plan B. ¿Sacarle la mano a un taxi, como hacemos muchas personas en diversos países? Ninguno paraba. En China, sus habitantes están totalmente habituados a Alipay, una aplicación en la cual las personas registran su número de tarjeta de crédito y les evita utilizar dinero en efectivo. De esta manera, todo el mundo pasa su celular, que lee un escáner y toma el servicio que requiere: taxis, pagos en restaurantes, centros comerciales. Los billetes no se usan en prácticamente ningún lugar. Ocasionalmente, el billete en papel, llamado yuan o renminbi, se aprecia en zonas rurales, como La Gran Muralla China, a la que se accede desde Beijing, la capital del país, luego de aproximadamente tres horas en bus. Allí, dadas las complejidades del idioma, sus residentes suelen ofrecer sus productos, sus gorras, dulces, recuerdos, los llamados souvenirs, acompañados por una calculadora. Los vendedores escriben en ella el monto de lo que ofrecen y los turistas pueden ofertar menos escribiendo el precio que quiere por lo que anhela. En idiomas diversos se da un regateo insólito mediado por el lenguaje universal de interpretar un número.

La Gran Muralla China, ubicada en el norte del país y a la cual se llega luego de una hora y media desde Pekín, la capital de la metrópoli. | Foto: SEMANA

El otro referente, ejemplo de avance tecnológico, consistió en ver varios dispensadores de bebidas alcohólicas. Sus residentes acercan su rostro y las máquinas los saludan, les preguntan qué quieren consumir, se le responde y ya está. Sin dinero en efectivo y sin aplicación. Todo mediante reconocimiento facial.

Ahora bien, dado que fue imposible subir a un vehículo público sin la ayuda de un residente, la opción fue caminar. Su gente es muy amable, tal vez no tan cálida como un colombiano, pero busca la manera de colaborar o descifrar qué quiere uno. Aprecié la venta de animales vivos en un supermercado, como anguilas y sapos. Y noté cero prevención sobre el particular, naturalidad total en la compra y venta, más allá de la imagen que quedó en el mundo occidental por cuenta de las imágenes de Wuhan, cuando se desató el coronavirus, en el año 2020. Bajo estas condiciones higiénicas, vi que la comercialización es totalmente natural.

Por lo demás, múltiples anécdotas. El famoso tren bala de China hizo 180 kilómetros en 30 minutos, es decir, viaja a una velocidad aproximada de 360 km/h, que no sentí. Pasó de Tianjin, cuyo puerto ya trabaja sin humanos, con vehículos autónomos, a Beijing en 30 minutos. Es un país altamente avanzado en tecnología que le apunta a abrirse gradualmente al mundo, pero con la paradoja de tener limitadas las redes sociales de Occidente. Una potencia que, se dice, busca ser sede de un Mundial de la Fifa en 2030, una potencia con calles y sistemas de transportes perfectos que bajo la presidencia de Xi Jinping quiere, según palabras del mandatario, “la reforma de la gobernanza mundial”.

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