En un reciente artículo en El Tiempo, el abogado y constitucionalista Mauricio Gaona —una de las voces más lúcidas en defensa del Estado de derecho— expuso con claridad la desconexión entre Colombia y el contexto global. Somos un país atrapado en problemas del siglo XX, gobernado por líderes con ideas del pasado, mientras el mundo enfrenta los desafíos del siglo XXI. Colombia es, de hecho, el único país del hemisferio que aún habla de guerrilla en pleno siglo XXI, como si no hubiera entendido que ya no enfrenta una insurgencia ideológica, sino estructuras criminales que delinquen como mafias. Erradicar ese lastre debe ser una prioridad inaplazable para el próximo Gobierno.
Es cierto que el deterioro del orden público no comenzó con esta administración. La implementación fallida del acuerdo con las Farc y las excesivas concesiones a sus cabecillas ya habían debilitado al Estado. Sin embargo, la política de paz total del presidente Petro —orientada a complacer a todo tipo de criminales— agravó la situación: empoderó a los violentos, deslegitimó a la fuerza pública y nos devolvió a los años más oscuros. Hoy el país arrastra un peso incompatible con su legítimo anhelo de progreso.
El presidente Petro llegó con el mandato de transformar, pero optó por gobernar desde el resentimiento: culpó al pasado, promovió el caos institucional y profundizó la polarización. Su gestión ha estado marcada por el desorden fiscal, la crisis de la salud, la desconfianza empresarial y una seguidilla de escándalos de corrupción. Lo más inquietante, sin embargo, es su deriva autoritaria y los intentos reiterados de subvertir el orden constitucional, con claros indicios de buscar algún mecanismo que le permita aferrarse al poder.
Tras el atentado contra el precandidato Miguel Uribe, y pese a los llamados de la Iglesia y de diversos sectores sociales a reducir la confrontación política, el presidente optó por intensificarla. Nombró como jefe de gabinete a una figura abiertamente radical y, más recientemente, en Medellín, apareció en tarima junto al ministro de Defensa y varios jefes de bandas criminales —reclusos en Itagüí e invitados especiales del propio Gobierno—, en un acto de abierta provocación que incluyó nuevos ataques contra el alcalde de la ciudad. Estos gestos constituyen una afrenta a la institucionalidad y envían un mensaje profundamente desmoralizador para la fuerza pública, que sigue arriesgando su vida en medio de una guerra terrorista, mientras persisten hechos tan graves como el secuestro de soldados en el Cauca.
Paradójicamente, este mal Gobierno ha despertado un renovado espíritu patriótico. En medio del caos, amplios sectores de la ciudadanía han redescubierto el valor de las instituciones democráticas. Una muestra elocuente fue la reciente Marcha del Silencio, donde quedó claro que ese sector de colombianos que el presidente se niega a reconocer como el pueblo le ganó las calles en una ola creciente de movilización ciudadana.
La decisión del Congreso de bloquear una consulta popular con fines evidentemente electorales confirma que los contrapesos institucionales siguen funcionando. Frente al desborde populista, la resistencia democrática se ha convertido en un muro firme que protege la estabilidad del país.
Si algo cabe reconocer al llamado gobierno del cambio es su intención de impulsar reformas necesarias. Pero se equivocó gravemente en la forma: prefirió la confrontación al consenso, el populismo a la preparación técnica. La improvisación, el clientelismo y la corrupción terminaron por aislarlo y debilitar aún más la confianza ciudadana.
Colombia no necesita reformas motivadas por ideología, sino impulsadas por una urgencia histórica impostergable. El país debe modernizar su aparato estatal, su economía y su institucionalidad, con una hoja de ruta clara, viable y bien financiada. Las prioridades son evidentes: una reforma educativa que cierre brechas y prepare a las nuevas generaciones para un mundo dominado por la inteligencia artificial y la física cuántica —del cual nos alejamos más con cada día de inacción—; un sistema judicial ágil, eficiente y confiable; una transición energética ordenada y realista; un modelo económico que fomente la innovación, eleve la productividad y genere empleo de calidad; y una política fiscal seria, que asegure la sostenibilidad sin poner en riesgo la inversión social.
La seguridad merece un capítulo aparte: sin ella no hay inversión, empleo ni oportunidades reales para los más vulnerables. Es, en realidad, el eje sobre el cual gira todo el desarrollo nacional. El próximo Gobierno deberá restablecer con firmeza la autoridad del Estado en las regiones, imponiendo el sometimiento o la negociación dentro del marco estricto de la ley. Será indispensable reformar a fondo el sistema judicial, modernizar la fuerza pública frente a nuevas amenazas —como el uso de drones y tecnologías emergentes— y diseñar una estrategia de seguridad coherente con la dimensión transnacional del crimen organizado.
Las mafias del siglo XXI no se combaten con leyes obsoletas ni discursos vacíos, sino con inteligencia estratégica, tecnología avanzada, cooperación internacional efectiva y, sobre todo, con voluntad política. Colombia no enfrenta una guerra ideológica, sino una guerra criminal que exige recuperar el control territorial y someter a los delincuentes antes de considerar cualquier proceso de negociación, que, de lo contrario, solo fortalece a las estructuras ilegales.
Las elecciones de 2026 deben ser un punto de quiebre. Colombia no puede permitirse más ensayos fallidos ni gobiernos de discurso vacío. El próximo presidente y su equipo deben ser los más competentes, experimentados y visionarios que el país haya tenido en décadas. Esta vez, el voto no puede ser un salto al vacío, sino un acto de responsabilidad histórica. Ya no hay margen para improvisar. Colombia debe dejar de aplazar su modernización y asumir con decisión su papel en un mundo que no espera.