Thomas Carlyle, un escritor escocés del siglo XIX, sostuvo en un libro célebre que “la historia del mundo no es más que la biografía de los grandes hombres”. Ellos solos, como consecuencia de un coraje excepcional y de la capacidad de expresar los anhelos colectivos, marcarían el curso de la historia. Entre los ejemplos que ilustran esta teoría podrían mencionarse a Alejandro Magno, Churchill y Mandela, aunque, por desgracia, también a Hitler y Stalin...

Los historiadores posteriores no comparten esta tesis, que implicaría negar importancia a los factores sociales subyacentes en el cambio social. Dicho esto sin perjuicio del poder catalizador que personas extraordinarias como María Corina pueden tener en el curso de los acontecimientos: que aportan, empujan o retardan, radicalizan o modulan, pero no determinan el futuro acontecer.

Lamentablemente, el fin de Maduro, así parezca inminente, no está garantizado. Soportó impávido el concierto en la frontera organizado por el Presidente Duque (aventura en la que seguramente nos metimos con base en información defectuosa de los Estados Unidos); igualmente fue capaz de robarse ante la faz del mundo y de manera ostensible las elecciones que perdió. Y ahora mismo aguanta los anuncios de que los gringos vienen por él de un momento a otro.

¿Qué explica su tenaz resistencia? Hay un conjunto de factores que juegan a su favor. La opinión pública de los Estados Unidos es adversa a que se invada a Venezuela y Maduro lo sabe, postura comprensible por las varias guerras que han perdido al menos durante los últimos sesenta años. Un solo ejemplo es ilustrativo: la guerra en Afganistán, que duró veinte años, se adelantó para expulsar del poder a Al Qaeda, causante de los atentados terroristas de noviembre de 2001, al que terminó reinstalándolos en el poder luego de la evacuación vergonzosa de las tropas estadounidenses en época de Biden.

Esa guerra, sin embargo, fue legítima desde el punto de vista del Derecho Internacional, tal como fue reconocido por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Pero no lo sería la que adelantara hoy contra Venezuela: a su gobierno no puede acusarse de desarrollar acciones terroristas en el territorio estadounidense, así estuviere comprometido a fondo en operaciones de narcotráfico.

Asumir que el tráfico de drogas, en tanto afecta la salud de personas en los Estados Unidos, es una actividad terrorista implica una desfiguración absoluta del concepto mismo de “terrorismo”. Su alcance jurídico es clarísimo: son actos delictivos que se gestan en el exterior, pero que proyectan sus efectos en el territorio nacional, buscando generar pánico en la población o en sus autoridades. Lo que sí causa son problemas de salud pública de los que también son responsables ciudadanos “americanos”, a los que, hasta donde sabemos, no se acusa de terrorismo y no se da muerte en las calles sin fórmula de juicio. (Insisto en este punto porque es esencial).

Los ataques a las supuestas narcolanchas han sido calificados de manera casi unánime, como violatorios del Derecho Internacional, tanto por Naciones Unidas como por numerosos países europeos, incluida Gran Bretaña. Todavía más: se dio orden de rematar a los sobrevivientes de uno de los ataques. Si no podían matarlos por su condición de no combatientes, escala a niveles de horror que se los haya asesinado cuando eran náufragos.

Éstas arbitrariedades e incoherencias juegan a favor de Maduro, quien también cuenta con el respaldo de los cuerpos armados que, por miedo o convicción, lo apoyan, el sector de la población que se beneficia de dádivas y subsidios, y el respaldo, que cabe imaginar poco eficaz, de China, Rusia e Irán.

Sin embargo, la opinión pública en los Estados Unidos y fuera de ellos, posiblemente respaldaría acciones encubiertas para capturar o dar de baja a Maduro, si hubiese una ventana de oportunidad; por ejemplo, un levantamiento militar o una movilización popular masiva. Nada de esto ha ocurrido y puede que jamás suceda. Si fuera tan fácil la operación para sacar un tirano del poder ya lo habrían hecho los gringos en Cuba. Instaurada la dictadura comunista en 1959, los epígonos de los hermanos Castro siguen tan campantes como “Johnny Walker”.

Sin perjuicio de que si la oportunidad se presenta sea utilizada, la conversación de Trump con Maduro debió abrir un proceso de negociación para su retiro “por las buenas”. Esa alternativa cuesta un dinero y la definición de un país que acepte conceder exilio al dictador, su familia y sus funcionarios cercanos. Nunca ha sido esta una tarea fácil; en la actualidad es imposible para los países que sean miembros de la Corte Penal Internacional, CPI.

Ella es competente para juzgar, entre otros, los crímenes de guerra y lesa humanidad, que seguramente son imputables a Maduro y sus funcionarios, si los jueces nacionales no lo hacen. Como tales delitos no son susceptibles de amnistía, ese hipotético país que sirva de refugio no puede ser parte del Tratado que constituyó ese organismo: estaría obligado a extraditarlos a petición de la CPI.

(Al margen hay que recordar que para resolver esta compleja situación fue creada en Colombia la Jurisdicción Especial de Paz. Sin ella las Farc no hubieran entrado por el aro de la paz de Santos).

Enamorado de Venezuela nuestro país hermano, y condolido por la miseria que padece, anhelo que la causa democrática, que con inconmensurable dignidad y valentía encarna María Corina Machado, pronto sea una realidad. Mi temor es que el derrumbe de la dictadura se convierta en una guerra civil, que cause muerte y dolor en su suelo, y un nuevo éxodo hacia nuestro país.

Briznas poéticas. Este es el comienzo de la bella canción escrita en Colombia y que es tan venezolana como nuestra: "Ay mi llanura, embrujo verde donde el azul del cielo se confunde con tu suelo en la inmensa lejanía; en la alborada el sol te besa y del estero al morichal hienden las garzas el aire que susurra en las palmeras un canto de libertad”.