“Un niño con un arma no es un niño, es un asesino”. La contundencia de la frase, pronunciada con la mezcla de dolor y rabia de un padre que entierra a su hijo asesinado en un atraco, refleja una cruda realidad que la sociedad no sabe cómo frenar.
Cada día son más los menores de edad que matan como adultos. Unos se integran a bandas locales, otros escogen los grupos armados de todo signo y algunos más se asocian con cualquier delincuente para cometer sus fechorías.
La radiografía de los hogares de quienes roban y matan en las ciudades arroja siempre datos y diagnósticos idénticos año tras año: mamás demasiado jóvenes, ambientes familiares tóxicos, maltratadores y pobres, horizontes inexistentes, entornos condescendientes con los delitos y políticos y expertos incapaces de diseñar rutas diferentes a las habituales en un país donde la vida no vale nada.
Porque no nos digamos mentiras. En Colombia pasamos por encima de los cadáveres sin apenas mirarlos. El día que enterraban a Jean Claude Bossard, el joven que pagó con su vida resistir el robo, en Sucre asesinaban a Darlis Arcia, lo que elevaba a 180 el número de líderes sociales eliminados a tiros. Como ya no es un arma arrojadiza contra un Gobierno de derecha, la desgracia de Arcia pasó casi desapercibida.
Es tanta la indolencia que resulta común escuchar que la víctima es la responsable de su suerte, por imprudente, o cualquier otra justificación peregrina.
Al asesino de Bossard lo mandaron a un centro de reclusión especial, donde coincidirá con otros adolescentes con personalidades similares a la suya. En pocos años, salvo un milagro, saldrá a hacer lo mismo con más sevicia si cabe. Y puede que se asocie al familiar que había sido detenido poco antes por intento de homicidio.
Hace unos meses, nos aterró la inquietante destreza con la pistola 9 milímetros que mostraba el asesino, de 14 años, de Miguel Uribe. ¿A cuántos habría disparado antes? ¿Sintió algún sincero remordimiento?
No lo creo. Si acaso, arrepentimiento por pactar un crimen sin conocer el alto perfil del objetivo. Habría exigido más plata y garantías para que no lo eliminaran después, como sucede en magnicidios y asesinatos de “duros”.
Un sicario que mató por primera vez a los 13 años de edad me contaba que, por encima de todo, detestaba que su víctima lo mirara antes de apretar el gatillo. Le fastidiaba que su rostro se le apareciera en sueños durante varias noches. No sentía compasión ni pesadumbre, sino incomodidad por despertarse sobresaltado.
Pero lo que más lo enervaba era que lloraran suplicando clemencia. Furioso, les vaciaba el cargador para calmar la ira. No aceptaba ese agónico gesto de temor, lo consideraba un despreciable síntoma de cobardía.
Una década después volví a verlo. Seguía en el mismo oficio, aunque su adicción a las drogas había mermado sus habilidades y nadie lo contrataba. Sobrevivía de vender basuco.
Su familia era su banda y sus viejos compañeros. Imposible que diera un vuelco a su vida, aunque lo intentó una vez sin mucho convencimiento.
Entre sus recuerdos, atesoraba el único encargo millonario como si fuese una hazaña. Se trataba de un mafioso de La Guajira. Nunca conoció su nombre ni le interesaba. Viajó de su natal Medellín a Riohacha, ejecutó el trabajo con más dificultades de las previstas y, al regreso a su ciudad, se encerró en una casa con parceros, trago, drogas y prostitutas para rumbear hasta que agotó la plata. Para eso mataba.
Igual será con el asesino de Miguel o de Jean Claude. No quitan vidas para comprar la casita a la mamá, como argumentaban en tiempos de Pablo Escobar. “Esas mamás son demasiado jóvenes y no se preocupan por sus hijos, sino por ellas mismas y sus parejas”, analizaba una asistente social cuando hice un reportaje de niños dispuestos a matar por plata. El entorno familiar era una carga, nunca una ayuda. Ni el ejemplo que reciben de las instituciones.
Si una nación acepta que confesos autores de crímenes de lesa humanidad no pisen la cárcel y pontifiquen sobre lo divino y lo humano en distintas tribunas, y que los ensalcen desde la Iglesia hasta la Presidencia, pasando por la ONU y demás organismos internacionales, será difícil que los niños y adolescentes vulnerables comprendan que delinquir no es un camino aceptable.
Esta semana, igual que en cada ocasión en que ocurre un asesinato de impacto nacional y es un niño o un adolescente el matón, renace el sempiterno debate de qué hacer para erradicar la epidemia.
Habría que descartar la errada propuesta de meterlos en prisiones de adultos. Sería mandarlos a la universidad del crimen. O la de pagar un millón de pesos mensuales a los que están en riesgo de convertirse en sicarios. Supone acostumbrarlos a la plata fácil en detrimento de quienes se esfuerzan por ganársela.
Al tratarse de un problema de profundas raíces, no existen soluciones fáciles ni rápidas. Menos aún en esta Colombia de exacerbada violencia. Pero no hay que tirar la toalla.