Se vienen desarrollando por los Estados Unidos, en aguas internacionales cercanas a las costas de Venezuela y Colombia, operaciones militares para destruir embarcaciones que transportaban drogas prohibidas. Casi todos sus tripulantes han muerto.

Para justificar estos episodios, ha dicho el Presidente Trump: “No creo que necesariamente vayamos a pedir una declaración de guerra. Creo que simplemente vamos a matar a las personas que traen drogas a nuestro país… La tierra será el siguiente paso”. Y esto otro: “En un conflicto armado, según lo define el derecho internacional, un país puede legalmente matar a combatientes enemigos, incluso cuando no representan una amenaza, detenerlos indefinidamente sin juicio y procesarlos en tribunales militares”.

Varios comentarios son relevantes:

Es ilegal matar personas con el argumento de que transportan drogas, o por cualquier otro motivo. Según la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, todos los pactos internacionales posteriores, la legislación estadounidense y la propia nuestra, quien se presume que ha cometido crímenes debe ser capturado y puesto a disposición de la autoridad competente para que sea procesado. No es permitido darle de baja, salvo cuando haga resistencia a las autoridades, y, en tal caso, respetando los principios de necesidad y proporcionalidad que son un elemento central de la Declaración y sus desarrollos posteriores

Pero aun si aceptáramos esa monstruosidad: “que simplemente vamos a matar a las personas que traen drogas a nuestro país”, cabe preguntar si esa estrategia draconiana se aplicará también a quienes, una vez las drogas ilícitas llegan a suelo estadunidense, se encargan de su distribución y comercialización. Es obvio que si esas cadenas no existieran, la droga no podría llegar a los consumidores. Igualmente, sería necesario saber si se va a matar sin fórmula de juicio a quienes introduzcan, comercialicen y distribuyan en los Estados Unidos drogas sintéticas —el fentanilo, por ejemplo— que no se producen en nuestros países. Por razones de equidad, problemas iguales requieren soluciones iguales.

Es verdad, como dice Trump, aunque con enormes salvedades, que “En un conflicto armado, un país puede legalmente matar a combatientes enemigos”. Ya lo había dicho Rousseau en 1725 en “El Contrato Social”: “como la finalidad de la guerra es la destrucción del Estado enemigo, se tiene derecho a matar a los defensores siempre que tengan las armas en la mano; pero, cuando las deponen y se rinden, dejan de ser enemigos y vuelven a ser simplemente hombres, y ya no se tiene derecho sobre sus vidas”.

Este es un remoto precedente de los Acuerdos de Ginebra de 1949, que plasman el Derecho Internacional Humanitario. Allí se estipula que debe preservarse la vida de los combatientes que se han rendido, o se encuentran en estado de indefensión. Aun suponiendo que los tripulantes de esas naves recién destruidas estuvieren armados, es abismal la diferencia entre las suyas y las de quienes desde las alturas y, probablemente mediante drones, los aniquilan. Su indefensión era absoluta. Sus muertes son crímenes de guerra como ya lo ha reconocido Naciones Unidas.

Aunque el presidente de los Estados Unidos es ambiguo en cuanto a si su país está o no en un conflicto armado, supongamos que esa es la situación. No lo está con Venezuela, así, con razón, califique a Maduro como un usurpador. Tampoco con Colombia: las relaciones diplomáticas se encuentran vigentes a pesar de su grave deterioro. ¿Con quién entonces?

Supongo que la respuesta sería que contra el narcotráfico, el cual vendría a ser una modalidad de terrorismo internacional. En tal caso, y en virtud del derecho de defensa de que gozan los países miembros de Naciones Unidas, Trump podría actuar mediante el uso de las armas, incluso fuera de su territorio. Fue lo que se hizo en Afganistán para desmantelar a Al Qaeda, el grupo responsable de los atentados terroristas contra las Torres Gemelas y el Pentágono en 2001. Y años después en Pakistán para dar de baja a Osama Bin Laden.

Nótese, sin embargo, la naturaleza de esos ataques. Un grupo de personas empeñadas en destruir un modelo de sociedad, dotadas de enormes recursos financieros y tecnológicos, realizaron, desplegando una logística perfecta y suicida, unas operaciones que tuvieron impactos gigantescos en un país extranjero. ¿Será posible asimilar un evento como este a las actividades de narcotráfico, así sus impactos adversos sobre la salud pública sean enormes? Es muy dudoso.

Las personas y organizaciones criminales vinculadas a las drogas ilícitas, actúan como si fueran empresarios: buscan aumentar los réditos, controlar los costos y minimizar los riesgos. Evitan conflictos con sus competidores, así sea indispensable, en ciertas ocasiones, ejercer violencia contra antiguos socios o rivales. Como no pueden acudir a los jueces, sus diferencias se resuelven mediante el uso de las armas.

La violencia mafiosa se da igualmente en el contexto de los enfrentamientos con las autoridades, en aquellos casos en que la solución “pacífica”—el soborno— no funcione. Puede, por último, resultar necesario usar la población que vive cerca de los centros de producción de la droga como escudo para evitar que las autoridades actúen. Ese es el móvil de los frecuentes secuestros, realizados por “la comunidad”, que padecen los integrantes de nuestra Fuerza Pública. Lo que no suele ocurrir es que acudan a prácticas terroristas, es decir, a actos de violencia indiscriminada contra la población civil o las autoridades estatales. ¿De qué les serviría? Elevar los riesgos del negocio es una torpeza. El caso de Pablo Escobar, que fue capo de la droga y terrorista, es una anomalía absoluta.

Por estos motivos, el lema acuñado en 1991 por el Presidente Nixon “guerra contra las drogas” solo puede admitirse en sentido metafórico para hacer referencia a acciones tan vigorosas como las que se requieren para afrontar al enemigo en el campo de batalla. Es como si cualquier gobierno dijera que “está en guerra contra el hambre y la pobreza”. Sin embargo, a partir de ese precario precedente, los Estados Unidos se han concedido la libertad de definir qué consideran actos terroristas. ¿Qué pasaría sí, a “la Trump”, nos diera por matar a los turistas que vienen a corromper nuestros niños y adolescentes? Nos bastaría considerarlos terroristas para proceder a fusilarlos.

Estamos seriamente amenazados. Trump ha dicho —y desmentido, como suele— que “la tierra será el siguiente paso”. La de Colombia, para no ir más lejos.

Aforismo. La literatura trata de la vida. La ciencia, de las ideas y las interpretaciones de la realidad. Ambas de la elusiva verdad.