El principio fundamental de la Ley de Murphy —si algo puede salir mal, saldrá mal— parece haberse instalado en la Casa de Nariño. Lo que comenzó como una estrategia de independencia política del presidente Gustavo Petro frente a Estados Unidos ha derivado en un deterioro diplomático sin precedentes, que hoy amenaza con socavar el activo estratégico más importante de Colombia: su credibilidad internacional.
Mientras el discurso progresista latinoamericano se presenta como una cruzada por la justicia social, la realidad demuestra que muchos de estos gobiernos han caído en un patrón sistemático de corrupción, ineficiencia y tolerancia frente a la ilegalidad. Paradójicamente, bajo su mandato, lo que más progresa no es la equidad ni el bienestar, sino la criminalidad. Los casos de Bolivia, Ecuador, Venezuela, México y ahora Colombia, lo confirman: en nombre de una supuesta afinidad ideológica, se descuida la seguridad, se debilita el Estado y se fortalecen los delincuentes. A ello se suma una retórica antiestadounidense que, lejos de reafirmar la soberanía, destruye los puentes con el aliado político, económico y estratégico más importante del hemisferio.
Lo que comenzó como una retórica de reclamo y confrontación del presidente Petro hacia Donald Trump, ha escalado hasta convertirse en un conflicto diplomático de alto costo. Lo que en un principio parecía un gesto de autonomía, hoy se percibe como un pulso personal con repercusiones graves para la figura presidencial y para el país. La descertificación de Colombia no es un ataque a los empresarios ni a la economía, sino una sanción directa a la errática e ideologizada política antinarcóticos del actual Gobierno. Washington ha dejado claro que no se trata de un desencuentro coyuntural, sino del resultado de un deterioro profundo en la cooperación bilateral, alimentado por la soberbia y el aislamiento voluntario de un mandatario que confunde diplomacia con desafío y alianza estratégica con sumisión.
A esto se suma el afán del presidente por mostrarse como un líder mundial, utilizando cada escenario internacional como tribuna de confrontación. Desde sus ataques a Trump —a quien calificó de genocida— hasta su apoyo al régimen de Maduro y su respaldo a campañas sobre el conflicto en Gaza, Petro ha consolidado un discurso que lo distancia de los intereses estratégicos de Colombia. Su negación de realidades evidentes, como la existencia del Cartel de los Soles o del Tren de Aragua, y su despliegue militar en la frontera venezolana —donde Estados Unidos advierte la presencia de redes criminales con posibles vínculos terroristas—, solo aumentan la desconfianza en Washington.
La paz total, lejos de consolidar la estabilidad, ha facilitado la expansión de los grupos armados organizados, sobre todo en los enclaves cocaleros del Catatumbo y El Plateado, donde el Estado perdió el control territorial. El episodio en Medellín, en el que el presidente apareció públicamente junto a delincuentes, envió un mensaje devastador a la comunidad internacional: el de un Gobierno que confunde inclusión con complacencia ante el crimen.
La descertificación de Colombia y las sanciones personales contra miembros del entorno presidencial y el ministro del Interior no son hechos aislados, son la consecuencia directa de una serie de decisiones que han debilitado el instrumento más eficaz de lucha contra el narcotráfico: la cooperación internacional. Estados Unidos no castiga a Colombia; castiga la incoherencia de un Gobierno que pone en riesgo décadas de trabajo conjunto.
Los mayores logros del país en materia de interdicción marítima, incautaciones y desarticulación de rutas han sido posibles gracias a esa coordinación multinacional que Estados Unidos articula y financia. Desconocer esa realidad, degradar la relación con Washington y reemplazar la diplomacia por la ideología es un error estratégico de enormes proporciones.
La descertificación, sumada a los señalamientos de la lista Clinton, golpea la reputación de Colombia como referente internacional en la lucha contra las drogas. Peor aún, la orden presidencial de suspender el apoyo de la Fuerza Pública a la interdicción marítima estadounidense rompe con un pilar esencial de esa cooperación, debilitando la capacidad operativa del país.
Como bien advierte la Ley de Murphy, si algo puede empeorar, empeorará. Por primera vez, Estados Unidos y Rusia —dos potencias usualmente enfrentadas— coincidieron en pedir al Consejo de Seguridad de la ONU suspender el acompañamiento al proceso de paz en Colombia. Aunque la propuesta no prosperó, el mensaje es claro: la confianza internacional se desvanece.
A ello se suman hechos insólitos, como las dificultades logísticas del avión presidencial para abastecer combustible en el exterior, un síntoma del progresivo enfriamiento de las relaciones. Mientras continúe la arremetida retórica contra Washington, nada puede descartarse.
Lo que empezó como una confrontación ideológica, se ha convertido en una crisis estratégica. Colombia, que durante décadas fue modelo de cooperación y confianza hemisférica, corre el riesgo de quedar marginada del sistema de alianzas que garantizó su estabilidad y su seguridad. Cuando se pierde la confianza del aliado que articula y financia la cooperación internacional, el costo no se mide en discursos ni aplausos, sino en aislamiento, vulnerabilidad y pérdida de liderazgo. La Ley de Murphy no falla: si algo puede salir mal, saldrá mal. Y si el rumbo no cambia pronto, Colombia está a punto de comprobarlo.