Después de escuchar la alocución del presidente de la República el pasado viernes en la noche, quedó en evidencia una afirmación de enorme gravedad. Sus palabras demuestran que la prioridad de su política de Estado es, y seguirá siendo, la denominada “paz total”, que en la práctica no corresponde a un proceso de paz real, sino a un gran acuerdo con sus aliados narcotraficantes.

Esta estrategia no solo parece orientada a legitimar a estos grupos, sino también a debilitar de manera deliberada a las Fuerzas Militares, con el fin de favorecer a actores que ya no son guerrilleros, sino organizaciones dedicadas al narcotráfico. Así lo expresó el propio presidente al afirmar: “Las Farc dejaron de existir con Santos; lo que hay ahora son grupos narcotraficantes”.

A juicio de muchos analistas, no sorprende que desde distintos sectores internacionales se cuestione la cercanía del presidente con regímenes señalados por vínculos con el narcotráfico. Esta percepción coincide con declaraciones que él mismo ha hecho en repetidas ocasiones. Desde noviembre de 2023, por ejemplo, afirmó que los miembros de los grupos armados en Colombia “no deben vestirse de guerrilleros, sino de traquetos”, una frase que dejó claro cómo entendía la naturaleza de estos actores ilegales.

Para sus críticos, tanto el presidente como su círculo más cercano habrían tenido siempre claro que, para mantener influencia política más allá de su mandato —ya sea personalmente, algo hoy inviable, o a través de un sucesor—, era necesario asegurar un triunfo electoral en 2026, tanto en la Presidencia como en el Congreso. Según esta visión, el propósito final sería impulsar una Constituyente que le permita conservar poder político y continuar un proyecto que muchos consideran de corte autoritario, inspirado en figuras como Hugo Chávez o Nicolás Maduro.

Dentro de esta interpretación crítica, la estrategia política estaría estrechamente ligada a otra: la transformación progresiva de las Fuerzas Militares. Señalan que, desde el inicio del gobierno, se habrían utilizado organismos de inteligencia dirigidos por antiguos compañeros del M-19 para influir en ascensos, reintegros —varios de ellos controvertidos— y retiros. Los más afectados, según estos cuestionamientos, han sido oficiales con experiencia en la lucha contra los grupos armados y el narcotráfico.

Quienes sostienen esta postura afirman que dicha reconfiguración institucional habría debilitado considerablemente a las Fuerzas Militares, que históricamente han sido un contrapeso frente a proyectos políticos de corte hegemónico. En su lugar, acusan al gobierno de estar construyendo una estructura más cercana a una “policía política”, mientras los grupos ilegales —a los que el propio presidente ha calificado como narcotraficantes— consolidan su presencia bajo la narrativa de la “paz total”.

Todo esto ha sido posible gracias a una evidente falta de transparencia en el manejo de los ascensos y retiros dentro de la Fuerza Pública. Varios sectores han señalado que se trata de la purga más drástica en la historia reciente, con la salida de aproximadamente 60 oficiales de alto rango tanto de la Policía Nacional como de las Fuerzas Militares. Estas decisiones han generado desconfianza institucional y un deterioro significativo en la moral de los uniformados.

Los procesos internos, cada vez más politizados, dejan ver con claridad cuál es la prioridad del gobierno: afectar la neutralidad de la Fuerza Pública. Y, según sus críticos, lo ha logrado, especialmente mediante el reintegro de determinados militares y policías que han contribuido a crear un clima de caos interno, debilitando así la cohesión institucional. Esto, a su vez, favorece la estrategia política de la llamada “paz total” y ha impactado de manera negativa la seguridad nacional.

La situación ha sido aprovechada por los grupos armados incluidos dentro de esa política, que han fortalecido su presencia en varias regiones. El resultado se refleja en el crecimiento de los cultivos de coca y en el aumento de la producción ilícita, mientras buena parte de la Fuerza Pública permanece concentrada en el centro del país, reduciendo su capacidad operativa en las zonas más afectadas.

A este escenario se suma una profunda crisis en materia de capacidades estratégicas. Nunca antes, según diversos análisis, se había registrado un retroceso tecnológico tan marcado en las Fuerzas Armadas. Mientras los grupos ilegales incrementan su poder aéreo mediante drones y armas de última generación, el país enfrenta graves limitaciones debido al deterioro de las relaciones del gobierno con Estados Unidos e Israel, dos aliados fundamentales en cooperación militar. El resultado es una vulnerabilidad creciente que, increíblemente, alcanza incluso al propio Palacio de Nariño.

El panorama es aún más preocupante: el país enfrenta una grave falta de armamento y de tecnología de protección, mientras se espera que Indumil pueda producir equipos propios, una solución que solo tendría efectos en el mediano o largo plazo. A esto se suma un dato alarmante: cerca del 40 % de la flota aérea se encuentra fuera de operación, especialmente los helicópteros, que son esenciales para la lucha interna.

A pesar de esta situación, el gobierno ha priorizado la adquisición de aviones de combate suecos, una compra que no responde a las necesidades más urgentes de la seguridad nacional y que, además, se encuentra actualmente bajo investigación por parte de los órganos de control debido a sus múltiples cuestionamientos.

Esta estrategia no es nueva. Ya había sido implementada por Chávez y Maduro en Venezuela, y muchos anticipaban que Gustavo Petro intentaría algo similar en Colombia. En el caso venezolano, el proceso consistió en politizar a las Fuerzas Armadas, promover una ideología socialista dentro de ellas y consolidar la lealtad al régimen.

A esto se sumó la creación de la Milicia Nacional Bolivariana, diseñada para complementar y controlar a las fuerzas regulares, permitiendo afianzar el poder político sobre la institucionalidad militar. En Colombia, según sus críticos, podría estarse avanzando en una versión equivalente mediante la influencia de los aliados de la llamada “paz total” sobre la Fuerza Pública.

En ambos países, la estrategia ha incluido la reducción paulatina del presupuesto de defensa y la reasignación de recursos hacia programas sociales o proyectos políticos, afectando las capacidades militares y el equilibrio institucional.

Para quienes consideran que la “paz total” es una alianza con grupos narcotraficantes —como lo ha dicho el propio presidente al referirse a estos actores—, el riesgo es evidente: sin una reacción unificada de la sociedad, estos grupos se fortalecerán mientras la seguridad y la justicia, pilares de la democracia colombiana, se debilitan.

El país atraviesa una división profunda, aunque la mayoría se ubique en la oposición al actual gobierno. Frente a este escenario, la responsabilidad de los próximos meses sería construir una verdadera unidad política, no solo para presentar un candidato único a la Presidencia —idealmente capaz de ganar en primera vuelta—, sino también para asegurar mayorías en el Congreso. Solo así, sostienen sus promotores, será posible recuperar territorios hoy bajo influencia de actores ilegales asociados a la política de “paz total”.

Este esfuerzo requerirá tiempo y constancia. Un proceso de recuperación institucional implicaría fortalecer de nuevo a las Fuerzas Militares y a la Policía, en coordinación con la comunidad internacional, bajo un esquema comparable a un nuevo Plan Colombia. La meta sería evitar que el país termine replicando el modelo venezolano de Chávez y Maduro, que algunos ven reflejado en la dirección que toma el actual gobierno junto con sus aliados políticos y armados.