Fidel Castro murió el 25 de noviembre de 2016, día del cumpleaños de Augusto Pinochet. Dos antagonistas unidos por la ironía del calendario. Uno a los 90, el otro a los 91. Dos polos que marcaron el siglo XX, enlazados por la burla del tiempo.

La paradoja es clara: Fidel y Pinochet, símbolos de extremos irreconciliables, terminaron compartiendo una fecha que los entrelaza. La historia, con un humor negro que hiela, los dejó unidos para siempre en la memoria histórica.

Pero más allá de la ironía, lo que los une es el rastro de muerte y dolor que dejaron en su paso por la historia.

Ambos pasaron sus últimos días enfermos y aislados, pero sus pueblos cargaron con cicatrices mucho más profundas: cárceles llenas de presos políticos, familias desgarradas por desapariciones, sociedades divididas por el miedo.

Castro encarnó la revolución socialista en el Caribe, caudillo que desafió a Estados Unidos durante medio siglo. Su legado, para muchos, fue resistencia; para otros, represión y falta de libertades. Pinochet representó el autoritarismo militar y el laboratorio neoliberal impuesto a sangre y fuego en Chile. Su régimen dejó miles de muertos y desaparecidos, y un país marcado por el terror.

Ambos compartieron la manera de mantener el poder a punta de torturas, arrestos políticos, asesinatos y desapariciones. La diferencia estaba en el signo ideológico, pero la forma de ejercer el poder tenía similitudes inquietantes.

La teoría de la herradura lo explica: los extremos ideológicos, lejos de estar en polos opuestos, se curvan y terminan acercándose. Fidel y Pinochet son la confirmación clara de esa metáfora. Dos caudillos que se proclamaban enemigos, pero que coincidieron en métodos de hierro y en el desprecio por las libertades.

Y aquí está la verdad incómoda: una madre llora a su hijo igual si lo mata un dictador de izquierda o de derecha. La lágrima no distingue ideologías. El dolor no se alivia con discursos revolucionarios ni con promesas de orden. La muerte de un hijo duele igual, sea por la bala disparada en nombre de la revolución o del Estado.

En Israel conocí a chilenos que huyeron de Pinochet; en Estados Unidos, a cubanos que escaparon de Castro. Sus historias, separadas por miles de kilómetros y banderas opuestas, se parecían demasiado: salvar la vida, cuidar a la familia y buscar un lugar donde la libertad no fuera un riesgo.

La lección de la historia es brutal: los extremos, por más que se nieguen, terminan tocándose. Y en ese punto de contacto, lo que queda es el sufrimiento de los pueblos, la memoria de las víctimas y la difícil certeza de que ningún tirano merece indulgencia.