Para quien nos gobierna desde una perspectiva sectaria basada en mitos indigenistas, la fundación de una de las primeras ciudades hispánicas en este continente fue un despojo, producto de la violencia y la barbarie. Ceñidos a esa misma perspectiva, tampoco hay nada que celebrar con motivo de la fundación de las demás ciudades de nuestro país y, de modo más general, con la de la República en 1819, episodio que puede ser interpretado como el triunfo definitivo del Imperio español, ya no representado por los colonizadores originales, sino por sus descendientes.

Para Petro, lo que debemos celebrar es que “los indígenas hayan sido capaces de escaparse, resistir y subirse a la Sierra...” (afirmación que, dicho al margen, carece de bases sólidas). Nada valioso descubre en ese legado hispánico. No podría tenerlo la lengua, el instrumento que nos permitió acceder a una cultura que hunde sus raíces en las antiguas civilizaciones griega y romana, a las cuales debemos una religión, una perspectiva del mundo y —nada menos que— la incorporación a nuestro ser nacional de los valores de la democracia y los derechos humanos. No es esta última una cuestión menor: los indígenas no se caracterizan propiamente por defenderlos y practicarlos. Sus formas de gobierno son autoritarias; el trato abusivo y discriminatorio que practican con sus mujeres y niños está ampliamente documentado.

A lo anterior añado que los “saberes tradicionales” son valiosos para la preservación de los recursos de la naturaleza en el contexto de áreas de baja densidad poblacional y para el aprovechamiento terapéutico de ciertas plantas. Todo esto, lamento decirlo, es de escasa utilidad en las sociedades urbanas de hoy, que han alterado profundamente sus relaciones con la naturaleza. Afrontar los gigantescos retos actuales que gravitan sobre las especies que compartimos la Tierra requiere el apego riguroso al pensamiento científico y dosis enormes de voluntad política. Lo demás es antropología, una disciplina valiosísima para conocer la evolución de la condición humana a lo largo de centurias y milenios, pero no tanto para definir rutas hacia un futuro mejor.

La visión de la historia que se asoma en los discursos petristas es de un anacronismo abrumador. Lo que el caudillo percibe son dinámicas sociales que pueden ser juzgadas en términos morales, una postura incompatible con la teoría marxista que supuestamente profesa, la cual se fundamenta en la inevitabilidad del curso de la historia; tiene, pues, unas lecturas pendientes de realizar para cuando haya culminado su tarea de transformar el país. Muchos lo preferimos en su condición de filósofo…

Sin embargo, desde esa óptica extraña resulta coherente que sostenga que la conquista del continente americano por pueblos venidos de Europa fue un genocidio. Lo mismo tendría que decir de las distintas invasiones que padecieron los primitivos pueblos iberos, que luego fueron desplazados por celtas, fenicios, griegos, cartaginenses y romanos. ¿Quiénes, presidente, fueron los malos y quiénes los buenos? ¿Con qué argumentos tomar partido por los aztecas, vencidos por los españoles, y no por los pueblos indígenas a los que subyugaban y que apoyaron a Hernán Cortés?

Tal vez sin advertirlo, el presidente es un defensor de la célebre leyenda negra, desarrollada en el siglo XVI, cuando el Imperio español había alcanzado su apogeo, por sus adversarios de origen anglosajón y protestante. El mensaje central, que aún subsiste, consiste en que los pueblos hispanos y católicos —comenzando por España misma— padecen una deficiencia estructural para la democracia, la libertad y el progreso económico. Incluso autores serios, fundamentalmente ingleses y estadounidenses, persisten en esas posiciones y se dirigen a nosotros con insoportable arrogancia. Para parecerse todavía más a AMLO, un personaje funesto, el presidente tendría que apoyar su solicitud a España para que se disculpe por episodios ¡ocurridos cinco siglos atrás!

En su obsesión por las etnias minoritarias, la izquierda extrema no ve la realidad mestiza de Colombia, la cual obedece a que era escasa y dispersa la población originaria, reducida la importación de esclavos de África y amplia la proclividad de los colonos españoles para aparearse con mujeres indígenas y negras, factores estos muy diferentes a los que tuvieron lugar en la parte norte del continente y en el Caribe. En el censo poblacional de 1778, la población blanca y mestiza representaba algo así como el 80 % de la población total. El restante 20 % era indígena y negra. Las estimaciones para este año consisten en que la población blanca y mestiza equivale al 87,6 %; la negra, el 9,3 %, y la indígena, el 4,4 %. Nada hace suponer que las etnias minoritarias vayan a ganar un peso mayor en el futuro.

Al observar esta realidad, en 1969, el gran historiador Jaime Jaramillo Uribe señalaba: “Colombia bien puede ser llamado el país americano del término medio, de la aurea mediocritas”. Es decir, aquel estado ideal alejado de cualquier exceso (hybris) mediante la justa medida de los términos opuestos (concordia oppositorum).

Escrito esto debo añadir, porque tengo conciencia de las pasiones ideológicas que la cuestión étnica suscita, que ninguna política seria puede ignorar la situación de las minorías, sean ellas cuales fueren. Es preciso mantener programas para ayudarlas a que superen los factores estructurales que las colocan en desventaja. Por supuesto, a partir de que la defensa de la pluralidad racial no puede devenir en un archipiélago de naciones que de a poco van desvertebrando la Nación. Fue esto lo que se intentó en Chile a comienzos del mandato de Boric, por fortuna, sin éxito.

Los candidatos a la Presidencia están obligados a presentarnos sus propuestas en el campo étnico. Sean estas cuales fueren, tendrían que comenzar rechazando las estrategias corruptas utilizadas sin rubor por este gobierno, que remunera con largueza las movilizaciones callejeras realizadas por algunas comunidades.

Briznas poéticas. Hoy, dolido por la tristeza, retorno a Elkin Restrepo:

Si les dijeran

que todo aquello es amor,

lo negarían.

Viven un hechizo y no se dan cuenta.

Pero él se desespera si no la ve,

y ella acude en su busca

si no lo encuentra.

Sentados en el bar,

podrían pasar la vida entera.

Dos que no saben

que son uno,

y que para reunirlos

se movió de su sitio

el universo mismo.

Y hablan y hablan

(de todo y nada en apariencia),

sin saber

que es del amor que hablan.