Como quien mata a la usurera de Dostoievski y siente que le hizo un bien a la sociedad, Gustavo Petro ha manifestado gran orgullo de haber pertenecido a un grupo que asesinó colombianos por pensar distinto.

A diferencia de Raskólnikov, Gustavo Petro no tiene ningún asomo de arrepentimiento; por el contrario, su complejo de superioridad lo mantiene convencido de ser un individuo “superior” con derecho a romper las leyes por el bien común.

Ese desprecio por las normas no se limita a su pasado armado: lo ha convertido en el sello institucional de su ejercicio presidencial. Petro ha ignorado la separación de poderes como si fuera una formalidad burguesa, insultando a la Corte Constitucional cuando sus fallos le incomodan, acusando a la Fiscalía de persecución a su familia, y tildando de forma alegre a congresistas como “mafiosos” y “nazis”, por no legislar bajo su voluntad. Ha convertido el desacato en método repetitivo, la confrontación vulgar en su estilo personal, y la superioridad moral en su blindaje. Como Raskólnikov, no se arrepiente: se justifica. Pero a diferencia del personaje de Dostoievski, Petro no se esconde en un polvoriento desván. Lo hace desde la Plaza de Bolívar, con micrófono, escolta y transmisión en vivo.

Antes de que su nombre apareciera en la lista Clinton, el presidente de Colombia ya había perdido la visa a Estados Unidos. No fue por un trámite migratorio, sino por haber instado públicamente —desde las calles de Nueva York, en cercanías del edificio de la ONU— a los soldados estadounidenses a desobedecer a su comandante en jefe. Fue el primer aviso de que Washington no veía en Petro un aliado, sino un riesgo. Lo que siguió fue la sanción: una lápida financiera, diplomática e institucional. El retiro de la visa fue apenas lo mínimo que podía esperar quien incita a militares extranjeros a sublevarse contra su jefe de Estado.

Su reacción a la inclusión de su nombre en la lista Clinton no ha sido otra que endurecer sus críticas al gobierno de EE. UU., sin entrar a desarrollar una autocrítica que le permita entender que su cercanía con Maduro, su decidida inacción en la erradicación de los sembradíos de coca, su negativa a extraditar a criminales solicitados por la justicia estadounidense y sus visitas durante la campaña presidencial a cárceles para llegar a acuerdos con peligrosos delincuentes, serían examinadas por el principal aliado —y financiador— en la lucha contra las drogas

La sanción no es judicial, pero sí simbólica. Petro no está en Siberia, como Raskólnikov, pero sí en la Plaza de Bolívar, donde su discurso populista busca ocultar el aislamiento que ya se avisora. Y mientras el mundo le congela las cuentas, él congela la autocrítica.

Petro no es un criminal común. Es un hombre de ideas, como Raskólnikov. Pero cuando la realidad se impone, ni la retórica ni la superioridad moral lo salvan. La historia no absuelve a quien se cree por encima de ella.

Y en el fondo, como el personaje de Dostoievski, Petro parece convencido de ser un hombre extraordinario, autorizado a tomar decisiones radicales y a transgredir las normas morales comunes. Como Napoleón.